El Mundial de Clubes ya está en marcha. Las cámaras serpentean los estadios, verdaderos templos de futbol, donde los himnos resuenan como plegarias modernas y los jugadores se estrechan las manos antes de la gran batalla. En las gradas, multitudes vibran; en casa, millones más siguen cada jugada con emoción. Es la fiesta del fútbol: una vitrina de talento, de gambetas, de pasión y gloria. Los medios lo repiten sin descanso: es un evento histórico, un espectáculo que no admite ausencia; la antesala prometida al Mundial 2026.
Pero al mismo tiempo, lejos de esa euforia y el estruendo de los estadios, otro escenario se desarrolla con una intensidad sombría. En Medio Oriente, el conflicto entre Israel e Irán se recrudece. Las tensiones políticas se deshacen en pólvora, los enfrentamientos se vuelven más frecuentes y los temores se expanden como humo sobre las ciudades. Las alarmas suenan con fuerza; el miedo se hace cotidiano. Hay gente que no duerme, que espera sin palabras y sin consuelo a que pase lo peor.
Se trata de dos mundos, dos realidades tan opuestas como simultáneas. Mientras algunos calculan estrategias para ganar un partido, otros afinan su instinto más primario, sobrevivir, un día más, un minuto más. En un lado del mundo se celebran goles y se rompen récords, en el otro, las noticias son más frías, más inadvertidas, se reportan víctimas, desplazamientos, destrucción. Lo más sorprendente no es que ambas cosas sucedan, sino que sucedan al mismo tiempo, que el júbilo y el horror viajen en paralelo sobre la misma línea del tiempo.
No se trata de contraponer una realidad con la otra. El fútbol también une, conmueve y emociona. Hay alegría genuina en cada gol, en cada victoria, pero cuando todo el foco se concentra en la fiesta, corremos el riesgo de olvidar que hay otras partes del mundo que no están celebrando. Porque hay rincones del mundo donde no hay cánticos, ni abrazos ni celebraciones, hay lugares donde la vida se quiebra en silencio, donde el estruendo de dolor supera el clamor de cualquier estadio.
Esta coexistencia de realidades tan distintas debería hacernos pensar. ¿Cómo logramos procesar tanta desigualdad? ¿Cómo podemos vivir con tanta distancia emocional entre un gol y un misil? No se trata de dejar de disfrutar, sino de aprender a mirar con mayor amplitud y empatía.
Porque vivir en este planeta no es solo habitar nuestra burbuja. Es reconocer que, mientras en un lugar se aplaude, en otro se llora en silencio. Que esas otras historias, aunque no nos afecten directamente, también merecen ser vistas, nombradas y recordadas. Y que, si no aprendemos a ver más allá del resplandor del espectáculo, la ceguera de nuestra indiferencia puede empujarnos a tropezar otra vez con los abismos que han marcado los capítulos más oscuros de nuestra historia.
Lo dijo Albert Einstein con gran lucidez:
No sé con qué armas se luchará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta Guerra Mundial se peleará con palos y piedras.”
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