Revisando el borrador de esta columna y la lluvia de ideas, me fue fácil determinar que esta vez estoy escribiendo desde un espacio en el que la lucha es constante contra el miedo y el desencanto. Yo no vengo de un núcleo familiar de banderas políticas, tampoco de un hogar donde se limitara la libertad de pensamiento de ninguna persona y mucho menos de un espacio donde defender con vehemencia mis posicionamientos sea visto como un berrinche.

¿Qué los jóvenes no recordamos la Costa Rica dorada? Mmmmm, sí recordamos, sí nos preocupamos y sí luchamos por proteger lo que es nuestro e incluso en muchos espacios más intensamente que otras generaciones. No en vano nos ganamos el título de “generación de cristal” para aquellas personas que ven afectada su comodidad ante nuestros señalamientos. Sí, señalamos y denunciamos la violencia, luchamos por la conservación ambiental, no estamos dispuestos a sostener modelos productivos a costa de nuestra salud física y mental, denunciamos a los gentrificadores y lo vamos a seguir haciendo.

Si bien es cierto sigo siendo una persona joven, recuerdo con nostalgia la Costa Rica en la que crecí, esa donde los discursos violentos y de odio no nos eran indiferentes, donde el abuso de poder no era visto como una solución sino como algo ajeno a la idiosincrasia tica. Donde hablar y manifestarse era un derecho. Recuerdo cuando podía salir a “jugar bola” con mi vecino, las tardes bajando mangos de los árboles y las noches jugando escondido por el barrio.

Recuerdo vivir la democracia en su máxima expresión, los vehículos familiares con banderas de diferentes partidos políticos, la gente en la fuente de la hispanidad celebrando la fiesta democrática sin temor a recibir insultos o incluso llegar a la violencia física por expresar su decisión. Ese es el país que me niego a perder.

Sé que es difícil luchar contra el desencanto, he estado ahí. Los discursos incongruentes y las palabras vacías que abanderan causas pensando en una campaña y no en un bien común a largo plazo nos han lavado la voluntad. Suena bonito en papel el discurso de las juventudes, las nuevas generaciones, es sumamente atractivo el discurso del empoderamiento de la mujer o de la protección del medio ambiente. Que bello recordar y resaltar los derechos de las personas adultas mayores o visibilizar a las personas con discapacidad y puedo seguir enumerando temas que se vuelven populares cuando se acerca la campaña electoral. Sin embargo, y a esto es lo que quiero llegar, si no nos involucramos en los espacios de incidencia, esos discursos no se van a materializar. La indiferencia es el enemigo que vive en el discurso, el “eso no es conmigo” hace daño.

Como mujer joven, creo firmemente que las causas no deben ser utilizadas como un eslogan de campaña o una estrategia de mercadeo político. Nuestro compromiso con la democracia debe traducirse en posibilidades reales de incidencia y transformación.

La realidad es que señalando culpables y tirando la responsabilidad como la papa caliente, nos estancamos y hundimos en la arena movediza. Ya basta de inacción, ya basta de señalamientos, lo que vivimos y vemos día a día es un grito desesperado de auxilio que, mientras gobierne el ego y la indiferencia, no será escuchado.

Más allá de los partidos políticos, los liderazgos individuales o las ambiciones personales, lo que debe prevalecer es la defensa firme y decidida de la democracia, el diálogo y la participación ciudadana. No importa desde qué espacio, cada lugar es una oportunidad para construir en conjunto, para abrir caminos al entendimiento y para fortalecer la acción colectiva. La indiferencia no es una opción, porque en este mundo no hay sillas vacías, cada silencio deja un vacío que otros pueden ocupar.

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