En los últimos días he estado en Jerusalén, en el territorio palestino de Cisjordania; visité la frontera con Gaza, así como la zona donde se realiza el Festival Nova, el fatídico 7 de octubre de 2023.

Estábamos en Tel Aviv en reuniones apoyando a activistas LGBTIQ+ de la región cuando estalló la situación actual con Irán. Nos tomó por sorpresa y aprendimos rápidamente la dinámica de las sirenas, la búsqueda de refugio. Viniendo de un país donde no tenemos ejército, lo que hemos vivido ha sido profundamente impactante.

Llevamos más de tres días bajo ataques directos de Irán, que ha lanzado misiles y drones contra blancos civiles, sí, contra la población. La ciudad vive en un estado constante de alerta: pasamos el día pendientes de las sirenas, corriendo hacia los bunkers del hotel, resguardándonos bajo tierra sin saber cuándo ni dónde caerá el próximo ataque. Esa vulnerabilidad marca profundamente.

A pesar de la gran tensión que se vive, la vida cotidiana sigue, y llama poderosamente la atención la resiliencia de la población. Israel, con todas sus contradicciones y complejidades, ha acogido también a personas LGBTIQ+ que huyen de la persecución en los territorios palestinos, donde ser gay o trans puede significar cárcel, tortura o incluso ejecución. Conozco testimonios de jóvenes palestinos que han buscado refugio aquí porque su identidad sexual o de género los condenaba a muerte en su propia comunidad. Eso también forma parte de esta historia que no se cuenta.

Al mismo tiempo, reconozco y me duele el sufrimiento del pueblo palestino, especialmente en Gaza, donde la crisis humanitaria es devastadora. Debemos tener claro que el dolor en estos territorios del Medio Oriente no tiene un solo rostro. Aquí, en Israel, el miedo también es real: cada ataque deja cicatrices físicas y emocionales.

Lo que uno entiende al estar aquí es que este no es un conflicto de buenos contras malos, sino una tragedia humana sostenida por décadas de trauma, odio, política fallida y deshumanización mutua. Espero que seamos capaces de diferenciar que nadie merece ser odiado por quién es, de dónde viene o qué religión profesa.

Creo que es importante tener claro que una cosa es la decisión del gobierno de Israel y su necesidad de defenderse, y otra cosa muy distinta es el crecimiento del antisemitismo en el mundo.

Espero que en Costa Rica logremos diferenciar las políticas de los gobiernos, donde podemos estar de acuerdo o no, y otra cosa muy diferente es permitir que crezca el odio hacia personas que merecen todo nuestro respeto. Nadie decide dónde nacer nadie decide a qué grupo étnico pertenece, de la firma forma que nadie nace gay o lesbiana. Por eso, mi llamado es que no caigamos en el juego de etiquetas personas, porque todos somos parte de la misma humanidad y merecemos vivir con respecto y solidaridad. Mi foco es claro, dejemos de lado ideologías fallidas y pongamos a las personas por encima del conflicto.

En medio de todo esto, debemos entender que una cosa es la población palestina —compuesta por millones de personas que desean vivir en paz— y otra muy distinta son los grupos extremistas que operan en la región y que imponen un régimen de terror. Mi solidaridad con el pueblo palestino es total, y al mismo tiempo creo firmemente que debemos llamar las cosas por su nombre: no se puede equiparar a una población civil con las organizaciones armadas que la gobiernan o manipulan.

Grupos como Hamás y la Yihad Islámica, que operan desde la Franja de Gaza, han sido financiados y armados por Irán, y han protagonizado actos de terrorismo que no solo afectan a Israel, sino también al propio pueblo palestino, a quien utilizan como escudo humano. Lo mismo sucede con otras milicias respaldadas por Teherán, como Kataib Hezbollah en Irak o los hutíes en Yemen, que responden a agendas regionales que poco tienen que ver con el bienestar de sus poblaciones.

Espero que Israel pueda avanzar hacia un alto al fuego inmediato y que la comunidad internacional facilite un acuerdo de paz duradero, que libere a ambas poblaciones —israelíes y palestinas— del ciclo interminable de violencia. Porque, en definitiva, no son los gobiernos ni los grupos armados quienes sufren más: son las familias, los niños, las mujeres, las personas comunes.

Desde Costa Rica podemos caer en el error de ver esta realidad a través de lentes simplistas, pero este conflicto de décadas es sumamente complejo, con escaladas de violencia donde cada lado tiene una historia humana devastadora. Vivir esta realidad en carne propia nos confronta con lo esencial: ninguna causa justifica la violencia contra civiles. Ni el terrorismo ni la opresión deben tener espacio si creemos de verdad en el valor de cada ser humano, venga de donde venga.

Mi llamado es a una paz con justicia, a una solución política que ponga a las personas —no a las ideologías— en el centro. Y como sociedad global, debemos tener el coraje de defender la vida y la libertad en todos los frentes, sin doble moral. Ya sea en un campo de refugiados, en una sala de hospital bajo ataque, o en una marcha por el orgullo.

Después de cada alarma y la búsqueda de refugio en el búnker, lo que más deseo es que esta región —tan llena de historia, cultura y humanidad— pueda por fin respirar en paz. Porque todos, sin importar la fe que se profesa, quiénes seamos, a quién amemos o dónde hayamos nacido, merecemos vivir sin miedo.

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