Hace unos meses, durante una cena con amigos, uno de los invitados —un experto en tecnología que ha pasado los últimos veinte años entre antenas, protocolos y redes— nos relataba las dificultades que enfrenta el despliegue del 5G. “No es que la tecnología no funcione”, decía. “Es que no tiene por dónde avanzar: el costo es desproporcionado, la infraestructura insuficiente y nadie siente que la necesite”. En ese momento, sus palabras quedaron flotando como un dato más de sobremesa. Solo tiempo después entendí que lo que él estaba describiendo no era un problema técnico. Era un síntoma que nos afecta en muchas dimensiones de la vida actual.
Esa conversación volvió a mí recientemente, mientras observaba las promesas —y las tensiones— en torno a la nueva generación de inteligencia artificial generativa. ¿Por qué algo tan potente, genera al mismo tiempo tanto entusiasmo y tanta resistencia? ¿Por qué es tan difícil usar la inteligencia artificial de forma inteligente? ¿Por qué cuesta tanto integrarlo en nuestras instituciones, nuestros sistemas educativos, nuestras formas de vida?
Las reflexiones hicieron que notara un patrón. En tecnología, como en biología o en economía, hay umbrales. Etapas de evolución que llegan a un punto de inflexión. Lo llamo el efecto invisible de la cuarta generación. Y aunque nadie lo menciona en discursos de innovación ni se enseña en las facultades de ingeniería, aparece una y otra vez en la historia reciente del desarrollo tecnológico.
El ciclo de las generaciones
La mayoría de las tecnologías modernas siguen una secuencia reconocible:
- Una primera generación experimental, en laboratorios o nichos: gobiernos, universidades, etc.
- Una segunda, adoptada por industrias o personas especializadas.
- Una tercera, que alcanza masividad, se convierte en experimentos sociales masivos y transforman hábitos personales y sociales.
- Y una cuarta, en la que la tecnología madura, se perfecciona, se vuelve veloz, versátil y aparentemente omnipresente.
Hasta ahí, todo parece progreso. Pero entonces ocurre algo curioso. Para dar el siguiente salto —la tan ansiada quinta generación— ya no basta con optimizar. Hay que repensar, reconfigurar, integrar, hibridar. Y esa complejidad, paradójicamente, desacelera o frena el esperado “salto natural”.
Seis tecnologías, un mismo freno
Lo que parecía un caso aislado en la telefonía móvil resulta ser un patrón observable en otras tecnologías:
- Internet, que evolucionó de red académica a infraestructura global, hoy enfrenta fatiga digital, fragmentación de plataformas y estancamiento en regiones donde ya nadie nota sus avances.
- La computación, que transformó el mundo con los microprocesadores y la nube, entra en un terreno incierto con la cuántica y la neuromórfica, tecnologías aún incomprensibles para el gran público.
- Las plataformas para el aprendizaje, mostraron su potencial durante la pandemia, tropiezan ahora con la fragmentación de plataformas, el rezago pedagógico y la resistencia a una IA que aún no encaja en los procesos de enseñanza aprendizaje.
- La robótica, fuera del sector industrial, no ha logrado dar el salto a una integración real en hogares, escuelas o espacios públicos.
- La conectividad móvil, que creció imparable hasta el 4G, no logra justificar la adopción del 5G y la esperada internet de las cosas, para la mayoría de personas.
- Incluso la inteligencia artificial, tras deslumbrar con los LLM o modelos de lenguaje como GPT-4, comienzan a toparse con sus propios límites: disponibilidad de nuevos datos o información, problemas éticos no resueltos, y una creciente complejidad geopolítica o de integración con otras dinámicas y sistemas.
En todos los casos, el patrón es el mismo: un avance brillante hasta la cuarta generación, seguido por una fase confusa, costosa y socialmente ambigua.
El costo emocional del progreso invisible
Tal vez el efecto invisible no sólo ralentiza a las máquinas, también nos alcanza a nosotros.
Una buena parte de la población vive hoy en un estado ambiguo: más conectada que nunca, pero también más abrumada. Saltamos de reuniones presenciales a videollamadas, de clases virtuales a notificaciones sin pausa, de avatares laborales a silencios domésticos. La vida híbrida, esa coexistencia física-digital que prometía libertad y flexibilidad, a menudo se traduce en una carga mental y emocional silenciosa e invisible.
Las tecnologías de cuarta generacion nos ofrecen entornos inmersivos, datos predictivos, tutorías automatizadas. Pero ¿a qué costo emocional? ¿En qué momento pasamos de usar herramientas para mejorar la vida, a sentir que vivimos dentro de las herramientas, o convertirnos en una, atrapados en el avatar que hicimos de nuestra vida y que ya no controlamos?
En esta dependencia tecnológica, no solo se frena la innovación utópica. Se tensa también el tejido emocional. Las tecnologías nos piden más integración, pero la vida humana necesita pausas, sentido, presencia, comunidad.
Por eso, hablar del efecto invisible no es solo una crítica a los límites del desarrollo. Es también una oportunidad para replantear nuestra relación con la tecnología: una que no ignore el cuerpo, la espiritualidad, el tiempo, el afecto, el propósito y la comunidad.
Una nueva lógica para avanzar
El efecto invisible de la cuarta generación es, en el fondo, un espejo. Nos obliga a preguntarnos si hemos llegado al límite de lo que puede avanzar una tecnología cuando se la deja sola. Será el momento de avanzar, no hacia arriba, sino hacia adentro. No hacia lo nuevo, sino hacia lo interconectado, lo sostenible, lo útil para la vida común y el sentido de la vida.
Está muy cerca una gran innovación que no será una quinta generación, parecerá más una primera generación y ojalá sea el inicio de una época de bienestar universal, una nueva historia que caminemos, mientras nos la contamos.
Porque si el futuro ya llegó —como dicen algunos— pero no lo sentimos, no lo usamos, no lo compartimos, entonces quizás no era el futuro que necesitábamos. Y quizás sea hora de diseñar otro.
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