Costa Rica se ha posicionado internacionalmente como un país verde, pionero en energías limpias y comprometido con la sostenibilidad. Se nos aplaude por tener una matriz eléctrica que en un 98% proviene de fuentes renovables, por declarar el carbono neutralidad como meta país y por nuestra imagen ecológica ante el mundo. Sin embargo, en medio de ese relato optimista, hay una contradicción profunda y cada vez más insostenible: el modelo de transporte urbano que padecemos.

Desde la llegada de plataformas como Uber en 2015, el país ha vivido un crecimiento acelerado y desregulado de su flota vehicular. En lugar de aprovechar la innovación para ordenar el transporte de personas, el Estado decidió mirar hacia otro lado. No hubo legislación clara, ni controles firmes, ni una estrategia de integración con el sistema público. Lo que sí hubo fue un crecimiento descontrolado de vehículos privados, alimentado por la demanda insatisfecha, la informalidad tolerada y la comodidad inmediata.

Los números son reveladores. En 2015 había aproximadamente 1.3 millones de vehículos en circulación. Hoy superamos los 2.2 millones. Para un país con menos de 5 millones de habitantes y una infraestructura vial colapsada, esto representa una presión insostenible. Las presas diarias no son solo una molestia: son un reflejo del abandono de la planificación urbana, del fracaso en regular nuevas formas de movilidad y de la incapacidad institucional para anticiparse al cambio.

La contradicción es clara: promovemos la energía limpia, pero nuestro sistema de transporte es altamente contaminante. Según el Inventario Nacional de Emisiones del Ministerio de Ambiente y Energía, el sector transporte es responsable de más del 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero del país. Y a pesar de ello, las inversiones en transporte público son mínimas, descoordinadas o lentas, mientras se incentiva la compra de vehículos eléctricos sin contar con una red nacional de carga eficiente ni una estrategia real de reducción del parque vehicular.

El caos vial en que vivimos también tiene efectos sociales: quienes no pueden costear un vehículo propio quedan atrapados en sistemas de transporte público deficientes, inseguros o poco funcionales. Las ciudades se expanden desordenadamente, se pierde calidad de vida y se refuerzan desigualdades. La sostenibilidad no puede ser solo un eslogan para atraer inversión o turismo: debe ser un eje de política pública coherente.

Costa Rica no puede seguir vendiendo una imagen verde mientras el humo de los motores cubre sus calles. Urge una transformación real del modelo de movilidad. Eso implica valentía política, regulación clara, fortalecimiento del transporte público, y una visión país que entienda que sostenibilidad no es solo generar energía limpia, sino también usarla con inteligencia.

Solo entonces podremos decir, con coherencia, que somos verdaderamente un país verde.

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