Podría sonar exagerado, pero no, es literal: estamos comiendo plástico. No porque nos lo sirvan en el casado ni porque lo pidamos con el café, pero está ahí, escondido en el agua, en la sal, en el pescado y en el aire. Y lo más desconcertante es que no lo vemos, son partículas tan pequeñas que pasan inadvertidas.
El plástico fue uno de los descubrimientos más importantes del siglo pasado. Un invento ligero, versátil, duradero que revolucionó la medicina, la industria y el transporte. Sin embargo, su durabilidad se ha convertido en su mayor contradicción: no desaparece; solo se hace más pequeño.
Estudios recientes estiman que una persona puede ingerir hasta 52,000 partículas de microplásticos al año. Tomando en cuenta la inhalación, la cifra puede ascender hasta las 121,000 partículas anuales. Además, si bebemos exclusivamente agua embotellada debemos sumarle alrededor de 90,000 partículas adicionales. Plásticos como los famosos polietileno, PET y poliestireno han sido detectados en la sangre, los pulmones y las placentas.
Dimensionar el impacto
Hace pocas semanas participé en un taller sobre la norma técnica en construcción INTE B60:2025, que busca medir la huella plástica de productos, empresas o sectores. Entonces me llamó mucho la atención cómo todavía existe tanta resistencia a incorporar este tipo de métricas y se pone en duda incluso la necesidad de esa norma.
Con argumentos relacionados con el reciclaje, la huella de carbono y las cadenas de logística que ya están optimizadas, unas cadenas que no dejan de ser de gran valor, ha quedado claro que hay un punto ciego en la conversación: no estamos dimensionando los potenciales riesgos asociados al impacto de los microplásticos en nuestra salud. Su huella no se mide solo en CO₂: incluye o supone una huella biológica que permanece en nuestros cuerpos.
El plástico está hecho de petróleo, pero rara vez los relacionamos. ¡Qué extraño!, ¿cierto? Esto confirma que se requiere de un entendimiento colectivo sobre la naturaleza del material y que debemos replantear la relación que hemos establecido con él durante las últimas décadas.
Observemos con mayor atención los materiales que nos rodean. Preguntémonos si algo de lo que usamos todos los días podría tener otra vida, otro uso, o alguna extensión. Cuestionemos si tenemos la capacidad de asegurar un destino correcto para cada pieza que adquirimos y reconozcamos que el plástico no es el enemigo, pero nuestra vínculo estrecho y dependiente de este material sí puede serlo.
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