Existe un plano diferenciado para aquellos que hemos encontrado un placer impronunciable en ser padres. Y con esto no quiero decir que los lectores que no lo son deban sentirse menospreciados, porque lo que quiero compartir hoy también es importante para ellos: de una u otra forma, todos somos hijos. Exista o no una relación latente, la conexión entre padres e hijos es cósmica y monumental, al tiempo que puede ser problemática y descomunal.

¿Qué tiene que ver esto con la literatura? Pues nada, y todo. Ya saben cuánto me gusta jugar con la dicotomía de los textos, con lo que es y no es, con lo que representa y lo que no. Aunque he de admitir que, a lo largo de la historia, las conexiones entre padres e hijos han sido representadas de forma tangible en los libros. Sin embargo, hoy no me detendré a mencionar ninguno.

La semana pasada, aunque ya estaba escrito, pasó a un plano celestial una persona cercana. Quedé muy impactado, y lo único en lo que pude pensar fue en una palabra: legado. El legado que esa persona deja como padre y como hijo, y en lo estrujado que queda el corazón ante semejante vivencia.

Conocer a alguien tan profundamente es, al final de cuentas, como enamorarse de un buen libro: uno llega a conocer incluso las imperfecciones de sus páginas. Y como todo buen libro, un padre nos deja un legado, un recuerdo, un “para siempre”. Ese legado, esa forma de inmortalidad, es lo que pasa de padres a hijos. Para bien o para mal.

Así que hoy, hago un homenaje a esa inmortalidad, que a todas luces nos muestra el camino a seguir mientras hacemos las paces con la idea de que esa persona que tanto queríamos ya no está. Que esa inmortalidad sirva para acompañarnos y darnos valentía ante los momentos no tan brillantes, que, sí o sí, se invitan solos a nuestras vidas, con toda su mezquindad.

Con cariño, para el tío Pigo, padre e hijo inmortal.