Han pasado casi seis decenios y aún conservo viva la memoria del día en que el maestro don Hernán me “arrestó”. Era el año 1966, yo cursaba mi primer grado de escuela en un pueblito alejado, más allá de Monteverde. Las clases empezaron en la casona vieja de abuelo, con paredes de tablones anchos, agrietados por los años, mientras nuestros padres construían la escuelita nueva de un aula. El castigo fue quedarme parado un rato a un lado del pizarrón. Ahí tenía que dar la cara al resto de los alumnos mientras el maestro seguía adelante con las lecciones. Unos con botas de hule, otros a pata pelada; sentados en rústicas bancas, con otro tablón largo compartido a modo de escritorio.

Fue tal la vergüenza de verme castigado ante todos que unos minutos en pie bastaron para ponerme a llorar. El motivo del castigo fue un incidente que empezó con una mentira y terminó a pedradas. En el recreo algunos de mis compas se pusieron de acuerdo y uno de ellos me ofreció algo muy atractivo, pero se trataba de un engaño con la complicidad del grupo. En vez del regalo ofrecido recibí un baño de agua fría en mi espalda, seguido por las risas de los cómplices. Ser víctima de ese engaño y burla me causó tal enojo que busqué unas piedras alrededor con la intención de vengarme y se las lancé con toda la fuerza de mis pequeños brazos. Al verme enfurecido todos corrieron, pero una piedra dio en la cabeza de uno de ellos. Al darse cuenta de lo sucedido, don Hernán aplicó la sanción disciplinaria, igual que al compañero apedreado, que, por cierto, era mi tío. Esa fue la única vez que recibí una sanción en la escuela.

Mis padres, Francisco y Herminda, nos habían inculcado con su ejemplo y palabra el valor de la honestidad y respeto a los demás, a decir siempre la verdad y no provocar pleitos. Si alguno encontraba un juguete ajeno nos hacían devolverlo pronto a su dueño. La mentira no cabía entre estos principios y así lo aprendimos bien sus doce hijos e hijas desde antes de entrar a la escuela. Ellos, junto con mi primer maestro, me enseñaron las bases del esfuerzo continuo por aprender. Mas adelante en la vida otros maestros y maestras también sembraron sus semillas de valores humanos.

Esta historia me lleva a unas preguntas y reflexiones sobre el momento actual en el gobierno de Costa Rica y su repercusión para la paz social y la justicia de todo el país:

¿Cuál ha sido la escuela de Pilar Cisneros, asesores presidenciales y su jefe en el Poder Ejecutivo?  ¿Quiénes fueron sus maestros de vida?  Tal parece que el brillo del poder temporal en el escenario público les ha hecho olvidarse de sus mejores lecciones. ¿Como hacen para poner la cara ante todo el país, escondiendo la vergüenza y dignidad propia para decir que “nos miran a los ojos con la conciencia tranquila”? A la vez que le achacan la culpa de todos los males y mentiras a otros.

La lista de altos funcionarios despedidos en esta administración y los que han optado por presentar su renuncia antes que doblegar los pilares de sus valores éticos y morales ante la autoridad superior es una voz de alarma, cada vez más creciente, que no se puede ignorar.

Tendré que asistir a unas lecciones en esa escuela política a ver si entiendo cómo se hace eso. Pero será muy difícil. Las lecciones de mis padres, y de mis maestros quedaron bien grabadas y sigo creyendo en ellas como una guía esencial para la vida.  La tarea se cumple y se hace bien hecha. Las faltas se corrigen y se reconocen, asumiendo la responsabilidad por las decisiones y acciones propias. No puedo cargar las consecuencias de mis actos sobre la espalda y conciencia de otros.

Tomo prestadas unas palabras de Isabel Solís Blanco, una mujer de San Jerónimo de Pérez Zeledón, dirigidas a estudiantes y profesores universitarios en el 2022:

A lo largo de los años he tratado de enseñarle a mis hijos que es lo importante en la vida. Y eso es ¿Qué huella vas a dejar?, ¿Cómo vas a dejar el mundo, peor o mejor? …Hoy o mañana, los jóvenes que están aquí se van a dar cuenta de qué es lo importante”.

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