Comencemos con un brillante ejemplo. Hablemos sobre nuestra estrella, el Sol. Según Homero (pero no Simpson, sino el original, siglo VIII a.C.): “Helios, el Sol, monta su carroza, brilla sobre hombres y dioses inmortales, y mira fijamente con los ojos desde su casco dorado. Sus rayos brillan deslumbrantemente y sus radiantes mechones fluyen desde las sienes de su cabeza con gracia. Su rostro es lejano. Una prenda rica y de hilado fino brilla sobre su cuerpo y revolotea al viento. Luego, tras dejar su carro y caballos de yugo dorado, descansan allá, en el punto más alto del cielo, hasta que, maravillosamente, vuelve de nuevo por el cielo al Okeanos”. Anaxágoras, un par de siglos después, propuso que el Sol era una masa de metal al rojo vivo. Por muchos siglos, la creencia más popular lo explicaba como un fuego, quizá una masa gigantesca de carbón que ardía en el cielo por los siglos de los siglos.
A mediados del siglo XIX, Julius Mayer estimó que, si el Sol fuera un trozo gigante de carbón ardiente, sólo podría brillar durante algunos miles de años. Hmmm, “Houston, we have a (sunny) problem”. Vinieron entonces a la salvación los señores Helmholtz y Waterston, refrendados por Lord Kelvin, el científico “más hot”. La explicación del momento: el Sol brilla por la conversión de energía gravitacional en calor – en otras palabras, el Sol brilla debido a una lluvia continua de meteoritos atraídos por su inmensa gravedad, que, al chocar, transforman su movimiento en “calórico”. Es curioso leer esta idea reflejada en la novela “De la Tierra a la Luna”, donde Julio Verne pone en labios del sabihondo Impey Barbicane (personificación de la ciencia y la industria) esta icónica frase:
Y esta teoría ha permitido admitir que el calor del disco solar es alimentado por una granizada de bólidos que cae sin cesar en su superficie”.
Párrafos después, el enciclopédico Verne escribe que “el calor solar es igual a la producción de combustión de una capa de carbón que rodease al Sol y que tuviera un espesor de 25 kilómetros”. Toda una verdad consumada, calculada y aceptada en su tiempo.
Hoy por hoy, la explicación vigente es, como sabemos, la fusión nuclear. Y nos sentimos muy seguros y confiados con ella. Pero es solo una teoría, igual que las anteriores, y es seguro que nuestro entendimiento del Sol cambiará a futuro. Más el funcionamiento de las estrellas no es el tema de fondo de este texto: ese era solo un ejemplo. Al generalizar la idea, encontramos que todo está fluyendo, lo que creíamos cierto luego resulta falso o parcialmente incorrecto, nuevas ideas aparecen y otras pierden vigor. Sam Arbesman nos lo ha alertado: el conocimiento tiene una vida media, un período de tiempo tras el cual, el 50% de lo que creíamos saber ha cambiado.
Las publicaciones médicas y de salud tienen la vida media más corta: de dos a tres años. Las publicaciones de física, matemáticas y humanidades van de dos a cuatro años. Hace cien años, la vida media de los conocimientos de un ingeniero rondaba los cuarenta años. En los años sesenta, quizá alcanzaban una década. Hoy por hoy, si acaso alcanzan unos dos a cinco años.
A lo que voy es que la humildad es condición necesaria para la curiosidad intelectual, para el diálogo y el aprendizaje. Si lo que creemos saber en cualquier ámbito de nuestras vidas es tratado como dogma incuestionable, como verdad última e inmutable, pues fregados estamos. No sabemos. No, no sabemos. Hay que preguntarse, cuestionarse, investigar, atreverse a desaprender y a aprender de nuevo. Hay que abrir la mente y subir el ancla que nos ata a nuestro nivel presente de entendimiento que es solo eso: un estado actual, una foto, una aproximación y nada más.
Nuestra comprensión del cosmos es prototípica de esta idea: primero fue algo así como “mi tribu es el centro de Universo”, luego “mi imperio es el centro del Universo”, luego “la Tierra es el centro del Universo”, a continuación “el Sol es el centro del Universo”. Inclusive, no fue sino hasta hace un siglo cuando Edwin Hubble comprobó que la Vía Láctea era solo una galaxia entre un número casi inconmensurable y no el Universo en su totalidad. El primer planeta fuera del Sistema Solar se descubrió… ¡hace solo treinta años! Hoy por hoy no estamos seguros si el cosmos tiene un límite o si hay infinidad de Universos. Menudo cambio de opinión a través de los siglos...
Pero es en nuestra interacción social – en las redes sociales en particular - en donde más se extraña la humildad. Especialmente al hablar de política, religión y otros temas similares es en donde venimos a defender posiciones más que a conversar. En esas interacciones priva el orgullo, la altanería, el enfoque en “ganar” versus encontrar una solución grupal al problema de fondo. Ataques personales, argumentos falaces, mentiras. Todo vale con tal de ganar (ganar ¿qué?). Nos urge, nos falta, nos duele la falta de humildad. Recuerdo ahora una oración de mi infancia: “(…) que no busque yo tanto / ser consolado como consolar / ser comprendido, como comprender / ser amado, como amar.” Suscribo aún esas líneas.
Y es que esta soberbia, esta altivez, esta vanidad nos retiene en lo que sabemos, digo mal, en lo que creemos saber. Tenía razón Mulder: “The truth is out there”. Lo que omitió decir Mr. Fox es que, en el campo de juego de la verdad, la línea de anotación se mueve constantemente. Un genial percusionista, consumado lector de jeroglíficos, estudioso del comportamiento de las hormigas, políglota, artista, viajero, investigador en genética, físico teórico y ganador del Nobel dijo una vez:
Puedo vivir con la duda, con la incertidumbre, y el no saber. Creo que es mucho más interesante vivir sin saber que tener respuestas que podrían estar equivocadas. Tengo respuestas aproximadas, y posibles creencias, y diferentes grados de certeza sobre diferentes cosas, pero no estoy absolutamente seguro de nada.”
Bingo, Mr. Feynman. Nada más que agregar.
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