El Código Procesal Penal establece la prescripción como causal de extinción de la acción penal, es decir, consagra que un delito no puede perseguirse indefinidamente. Si no se ha iniciado la persecución penal, la acción prescribe una vez transcurrido un plazo igual al máximo de la pena. En los delitos sancionables con prisión, no podrá exceder de diez años ni ser inferior a tres.
En otras palabras, tras un lapso determinado, el derecho del Estado para juzgar un delito se extingue, y el responsable queda exento de ser procesado. En el contexto actual de Costa Rica, donde cerramos el año 2024 con 880 homicidios, la aplicación de la figura de la prescripción al homicidio doloso adquiere una relevancia crucial para el análisis jurídico y social.
El Estado como mecanismo de control social formal, ejerce el ius puniendi —poder de castigar— en procura de garantizar esos objetivos. A través de las normas procesales y penales se crea un sistema de Administración de Justicia Penal mediante el cual se sanciona a la persona que cometa delitos. La sanción penal es el mecanismo de control social formal de mayor gravedad que utiliza el Sistema de Justicia para regular la conducta humana y el orden social.
Sin embargo, el Estado se autoimpone la prescripción como límite temporal para llevar adelante la persecución y castigo de los hechos punibles en el marco del ejercicio de su poder punitivo. Este principio, aunque razonable en ciertos casos, resulta inaceptable cuando se aplica al homicidio doloso.
El homicidio doloso se configura bajo dos extremos, el subjetivo que es la voluntad de dar muerte, y el objetivo, que es llevar a cabo dicha voluntad. En un sistema donde el Estado es el encargado de controlar las acciones sociales, ejerciendo su poder de castigar, no se puede permitir que se autolimite en la sanción del tipo penal más grave, ya que precisamente al dejar impune la acción penal, por haber transcurrido un corto plazo de tiempo, el Estado pierde ese poder disuasorio, además de que socava la confianza de la sociedad en las instituciones.
En Costa Rica debemos guardar una relación directa entre la gravedad de la injusticia que supone un homicidio doloso, haciendo que la persecución de la pena sea perpetua, igual de perpetua como es el resultado de la injusticia ocasionada por el autor del delito. Es importante aclarar que esta postura no busca instaurar una justicia vengativa ni adherirse al principio de la Ley del Talión; más bien, aboga por que la acción penal sea coherente con los valores de nuestra sociedad, la que no debe permitir que un homicida quede impune por el simple paso del tiempo.
Con las palabras de Carlos Pagliere:
Si el tiempo no es aliado de la víctima, tampoco debe serlo del victimario.”
El problema radica en que, tanto en la enseñanza como en la práctica del derecho penal, se ha priorizado la protección de los derechos del delincuente por encima de los derechos de la víctima. El argumento de que un homicida no debería vivir más de diez años ocultándose para evitar ser procesado refleja un enfoque que descuida el sufrimiento de las víctimas y sus familias, quienes ven frustrado su derecho a la justicia.
Por ello, sin importar el tiempo que haya transcurrido desde la comisión del delito, siempre debe ser perseguible, con esto obtendremos coherencia con los principios de justicia y dignidad que deben regir en nuestro país. Es imperioso modificar el Código Procesal Penal a fin de que este tipo de delito quede exento de plazos de prescripción.
Es momento de que este tema sea objeto de discusión en la Asamblea Legislativa, y debemos abordarlo con firmeza. Desde nuestra legislación, debe quedar claro que el sistema de justicia tiene como fin impartir justicia, un principio que suena lógico, pero ya ha sido olvidado por muchos jueces.
Una vida perdida exige una justicia eterna.
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