El pasado 20 de enero de 2025, Donald J. Trump asumió por segunda vez la Presidencia de los Estados Unidos de América, marcando el comienzo de una muy incierta calma que presidirá sobre la Casa Blanca durante los próximos cuatro años. Esto se intensifica aún más al observar la posición del ahora residente, se expuso de forma clara durante su discurso de inauguración.
Durante su discurso, Trump denunció la catástrofe diplomática y económica del gobierno de su antecesor, Joe Biden, culpándolo de llevar a la mayor guerra en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, al genocidio de 46,000 personas en Gaza y aún más importante para el pueblo estadounidense, el llamado “colapso” de la frontera sur del país, que, según el discurso del mandatario, constituye una emergencia de seguridad nacional así como un debilitamiento considerable de su economía interna.
El culpar a la Administración de Biden le permite a Trump radicalizar a su oposición política, a las minorías y a cualquier grupo que atente contra sus intereses, para así crear un enemigo en común que su gobierno debe derrotar. Esto le podría permitir legitimar acciones radicales que atentan contra el sistema democrático de los Estados Unidos, o contra la soberanía externa de otros Estados.
Trump utiliza este medio con el fin de crear un culto a la personalidad, para generar lealtad absoluta hacia él, en vez de hacia los Estados Unidos de América. En su imaginario, sólo Donald J. Trump es capaz de salvar al pueblo americano de la “traición” cometida a manos de los demócratas.
Trump, quien se atreve a decir que Dios tuvo el propósito de perdonarle la vida para restablecer la grandeza de los Estados Unidos, es el único capaz de retornar la calidad de vida a los estadounidenses que fue robada por el enemigo existencial que constituye el Partido Demócrata. Solo Trump entonces será capaz de expulsar a los “ilegal aliens”, a quienes no duda en catalogar de delincuentes y mafiosos, y que según él fueron bienvenidos con brazos abiertos por la administración Biden-Harris.
El objetivo de Trump es erosionar la distinción clave entre Estado y líder. Es radicalizar a aquellos que difieren de él y pintarlos como un enemigo intrínseco de la patria. Es hacer creer al pueblo que solo con él se pueden solucionar los problemas ocasionados por un enemigo existencial.
Durante su discurso, Trump utilizó las cuatro características que Gideon Rachman le atribuye a los llamados “líderes fuertes” en su libro La era de los Líderes Autoritarios. Estas características son: la creación de un culto a la personalidad, el desprecio por el estado de derecho, una posición populista y una política que se impulsa por el miedo y el nacionalismo.
Trump aseguró que, bajo su mandato, los nombres del Golfo de México y Mount Denali serán cambiados a Golfo de América y Mount McKinley, respectivamente. Esto demuestra un ultranacionalismo que va de la mano con el arquetipo de líder autoritario.
Algo que también demuestra este accionar es cómo las minorías, ya sea la comunidad LGBTQ+, los pueblos originarios de Alaska o la comunidad Latinoamericana, para brindar solo algunos ejemplos, son señaladas como una amenaza para su gobierno. Trump ha demostrado cómo, mediante el uso de armas políticas como la radicalización, la creación de crisis controladas para desestabilizar el espectro político nacional (ej.: los sucesos del 6 de enero) o la eliminación de victorias simbólicas de las comunidades mediante decretos o declaraciones, se silencia a las minorías para consolidar aún más el poder estatal.
Trump mencionó que derrogará las leyes ambientales establecidas por el gobierno anterior para “salvar” a la industria automotriz y a la población trabajadora de la avaricia y la traición cometida por “el enemigo”. Dijo que los Estados Unidos, siendo el país con más recursos naturales (cosa a todas luces falsa) los utilizarán para generar una dependencia económica hacia la industria estadounidense, lo que llevará al enriquecimiento de la población americana.
Lo anterior destapa la necesidad de generar una dependencia económica a Estados Unidos para mantener una posición en la que pueda proteger sus intereses en el extranjero. Tema que preocupa, debido a los comentarios realizados con respecto a las intenciones de tomar control sobre el Canal de Panamá y Groenlandia, sin importar que sean acciones ilegales bajo la ley internacional, pero que EE. UU. podría realizar sin repercusiones si retoma su posición como policía del mundo.
Trump ha promovido ampliamente este tipo de retórica salvadora. Ha dicho en varias ocasiones que quiere asegurarse de ser recordado como un “pacificador”, así como repetidas veces ha mencionado que quiere asegurarse de que los rehenes en Gaza vuelvan a casa (sin importarle el genocidio de 46,000 palestinos, como se pudo ver a la hora de firmar órdenes ejecutivas que autorizan el expansionismo sionista en la región). El generar dependencia económica se vuelve parte clave de su objetivo para conseguir la protección de sus intereses interestatales, por más falta de legitimidad que estos posean.
Las primeras 24 horas de Trump pintan una imagen inconfundible con tintes autoritarios, antidemocráticos y expansionistas, en donde se violentan los derechos de las minorías, se pone en peligro la soberanía de otros pueblos, se radicaliza a sus enemigos y se busca consolidar el poder generando una dependencia económica hacia Estados Unidos que legitime la violación de tratados internacionales a futuro.
Trump no es ni el problema ni la solución; es el resultado de las fallas sistemáticas que han llevado a la radicalización de la democracia más vieja del mundo contemporáneo.
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