De forma súbita pero no sorprendente, la Asamblea Legislativa se vio ante la discusión de una moción que invitaba al presidente de la República a salirse de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), si la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) resuelve a favor de, supuestamente, regular el aborto terapéutico en El Salvador. Sin que la Corte haya emitido una sentencia, surgió esta propuesta que no carece de inocencia y que peca de estar cargada de argumentos que llaman a la confusión y polarización.

Contrario a las narrativas que plantean que la Corte irrespeta la soberanía de los Estados y que está tomada por el lobby abortista, lo cierto es que la Convención que le da origen lo que busca es dar garantía y protección a los derechos humanos en general. De hecho, le asigna cuatro funciones claves:

  1. La contenciosa, cuando un Estado es demandado por violaciones a los derechos humanos.
  2. Otorgar medidas provisionales en casos de extrema gravedad y urgencia para evitar daños irreparables a las personas.
  3. Brindar su opinión consultiva sobre los alcances de la CADH.
  4. Supervisar el cumplimiento de sus sentencias y lo ordenado como medidas de reparación.

Es así como, en sus 45 años de historia, ha atendido más de 500 casos contenciosos en diversos temas como la independencia judicial, la libertad de expresión, la no discriminación, la tortura, temas ambientales y electorales, la persecución de operadores de justicia e incluso las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales. Además, tiene alcance en temas como libertad religiosa, protección de la niñez y la familia, la propiedad privada y derechos culturales, entre otros. Todos los cuales representan derechos humanos críticos en una época en la que aumentan las señas autocráticas en la región latinoamericana.

Salirse del Pacto de San José es posible, como lo prevé el artículo 78 de la Convención; sin embargo, las implicaciones de hacerlo van más allá de un acto político porque implican dejar a la población sin una instancia a la que recurrir ante casos en que el Estado no garantice una debida protección. Para Costa Rica sería, sin lugar a duda, un retroceso en materia de derechos humanos, limitando el acceso a la justicia reparadora y dejando impunes los posibles actos violatorios.

Adicionalmente, causaría un daño irreversible a la imagen del país. No solo porque la defensa y respeto de los derechos humanos ha sido un pilar de la política exterior, sino porque generaría un deterioro en la confianza sobre las condiciones de seguridad jurídica que ofrece el país. Ciertamente, sería una señal contradictoria con nuestra tradición democrática e implicaría adoptar una decisión por un tema ajeno a Costa Rica en detrimento de los propios derechos de la población. Pero, adicionalmente, puede tener severas implicaciones de cara a la imagen que hemos construido como una nación que garantiza los derechos y los protege, con un Estado que establece y da paz, factores que resultan sumamente favorables para el clima de negocios y de inversión extranjera.

De ahí que no resulta menor observar el antecedente de otros países que no han reconocido la jurisdicción de la Corte IDH, como es el caso de Jamaica, Dominica y Granada, u otros que se han salido de la Convención como Venezuela, Trinidad y Tobago, así como, de manera más extrema, Nicaragua, que denunció (se salió y no reconoce) la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA). No serán omisas las valoraciones de la comunidad internacional sobre el mensaje que estaría enviando Costa Rica y los riesgos de propiciar, desde nuestro país, una invitación a que se sumen otras naciones a darle la espalda al sistema interamericano de derechos humanos.

Frente al populismo y la posverdad, argumentar que el país debe salirse de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por una sentencia que no necesariamente nos vincula, es solo una herramienta más para polarizar y desproteger a la población de prácticas que transgreden los límites democráticos.

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