Interprétese el presente artículo como un reconocimiento inmaterial e insuficiente, a todas aquellas personas que desempeñan su trabajo en la función pública, de forma proba y coherente. En cada espacio, este tipo de personas se distinguen entre otras, pues como decía el antiguo verso de la lírica arcaica: “los buenos son de una manera, de muchas los malos”.

El paso del tiempo, el espejismo de la seguridad y su tedio consecuente hace que las mayorías se conformen y conviertan las ruinas de su profesión, en una suerte de empirismo de razón absoluta e inmóvil que deforma y oxida la voluntad, que termina resistiendo, pero esperando con ansias, cual animal herido, la hora de su desahucio.

Pero la persona proba, que potencia sus acciones en un valor trascendental, no se conforma con la mediocridad pasiva que descansa en la intención de la mera apariencia, materializada en carteres en puertas y membretes en hojas, que se rompen y diluyen de forma natural, entre larguísimos y vacíos, informes de labores.

De Aristóteles se ha aprendido que las virtudes, las recibimos después de haberlas ejercitado, pues según sus enseñanzas, toda virtud se origina como consecuencia y a través de las acciones. También se sabe que la virtud es doble, que la virtud intelectual necesita experiencia y tiempo, pero la virtud moral se origina y se perfecciona por medio del hábito y de la costumbre. En ese sentido, la función pública y los procesos de selección de personal podrían mitigar el riesgo de llevar a las instituciones a personas carentes de la técnica requerida, y brindar la plataforma adecuada para potenciar la virtud intelectual. No obstante, la garantía expresa sobre la posibilidad de la virtud intelectual, atenta de forma irónica contra la potenciación de la virtud moral, porque el tiempo, se puede permear de estricta rutina, confundiéndose lo necesario del trabajo, con lo sustantivo del aprendizaje.

Entonces, nos preguntamos: ¿Por qué siguen existiendo las personas imprescindibles? En mi opinión, más allá del incentivo del reconocimiento (si es que lo hay), la virtud moral expresada en acciones surge una y otra vez, producto de la satisfacción. Esta condición hace que, al observar a la persona virtuosa dentro de la administración pública, se manifieste una costumbre silenciosa, alegre y casi natural por completar sus deberes de forma admirable y extrañamente sencilla.

Spinoza aseguraba que la satisfacción es una alegría acompañada por la idea de una cosa pretérita que ha sucedido contra lo que teníamos, y en nuestro contexto, al observar al observar la estética del funcionario admirable, creo que su máximo motor es comprometer su virtud moral, su integridad como persona.

Por lo anterior, y como consecuencia de la ironía expuesta, en la función pública, y en muchos otros espacios, no es necesario ser profesional, ni poderoso, para ser una persona virtuosa. Kant escribió:

Fontenelle dice: Ante un magnate me inclino, pero mi espíritu no se inclina. Yo puedo añadir: ante un hombre humilde, ante un ciudadano ordinario en quien percibo cierta medida de probidad que no sé si yo tengo, se inclina mi espíritu, quiera yo o no, y por más que yo eleve mi cabeza para que no pase desapercibida mi superioridad jerárquica (Kant, 1788, p.69).

Y entonces nos preguntamos: ¿Cuál es la cualidad que distingue la probidad? Usualmente, difícil de encontrar, la estética del deber en la función pública se mira y enaltece desde la aprobación sincera, estriba en la confianza y el agradecimiento, en tanto, como dijo Spinoza: La aprobación es el amor hacia alguien que ha hecho bien a otro.

Porque la virtud en la función pública es un acto de servicio autentico, que tensa la ética día a día, sonrojando a la persona incauta, evidenciando el verdadero espíritu del carácter, aquel que enriquece a toda una sociedad, dignificando y exaltando, con justicia, hasta la tarea y el perfil más humilde.

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