En un mundo inundado de titulares que buscan captar nuestra atención en segundos, la verdadera tarea de periodistas, educadores y administradores debe ir más allá de lo superficial. Debemos inspirar a los ciudadanos a encontrar soluciones locales, promover un aprendizaje colaborativo y, sobre todo, cultivar una generación que cuestione. No podemos conformarnos con sociedades que no sean justas y equitativas; es nuestra responsabilidad brindar las herramientas necesarias para que la ciudadanía desarrolle un pensamiento crítico capaz de analizar la realidad de manera profunda.

La educación de calidad, inclusiva y transformadora debe ser nuestro faro. Es imperativo innovar no solo en las técnicas didácticas, sino también en la manera en que entendemos y enseñamos el conocimiento histórico. La historia no es un conjunto de fechas y nombres, sino un proceso vivo que debe problematizarse en el aula. Los estudiantes necesitan aprender a hacer preguntas y a cuestionar el mundo que les rodea. Sin la historia, no podemos entender hacia dónde vamos, y sin memoria, no hay futuro.

En este sentido, el rol del educador va más allá de la transmisión de información. Es necesario que los docentes reconecten con el valor político de su saber, pues en un país con grandes desigualdades, la ciencia avanza más por las preguntas que plantea que por las respuestas que ofrece. Las diferencias entre docentes es inevitable, pero lejos de ser un problema, es un reflejo de la diversidad de pensamientos y enfoques que enriquecen el proceso educativo.

Hoy vivimos en un mundo donde los problemas sociales son cada vez más evidentes: la migración, el hambre, la guerra y las crisis de refugiados nos recuerdan que existen identidades invisibilizadas que necesitan ser reconocidas. La educación debe abordar estos temas y no temer la controversia o el conflicto. De hecho, una educación democrática debe fomentar el pluralismo y el pensamiento crítico, puesto que la ciudadanía crítica es fundamental para construir sociedades más justas.

Sin embargo, educar en una ciudadanía global y crítica también implica un reto económico. Para garantizar derechos de segunda generación, como la educación, la salud, la vivienda y el trabajo, necesitamos financiamiento, y esto muchas veces implica la difícil tarea de aumentar los impuestos. Si bien a la ciudadanía no le agrada esta idea, es crucial que los líderes expliquen de manera clara y transparente el porqué de esta medida.

Nos encontramos en una encrucijada global, donde temas relevantes como la crisis de los refugiados en el Mediterráneo, que ha cobrado la vida de más de 35 mil personas, no pueden ser ignorados. Es una vergüenza colectiva, especialmente para la Unión Europea. La migración no es solo un fenómeno social, es también un problema ético, moral y educativo. ¿Qué estamos enseñando si no abordamos estas realidades?

La educación, lejos de ser un privilegio, es un derecho fundamental. Pero este derecho no puede ejercerse plenamente si no se cuestionan los contenidos de las ciencias sociales y si no se fomenta un pensamiento crítico que conduzca a la acción social. El alumnado tiene el poder de cambiar su entorno desde pequeñas acciones, y es tarea de los educadores enseñarles a hacer historia en el aula, resolver problemas históricos y desarrollar competencias para la vida.

En resumen, la enseñanza de las ciencias sociales no es un simple entrenamiento, sino la vida misma. La frase de John Dewey, "la educación no es una preparación para la vida. La educación es la vida", encapsula esta visión. Los profesores, periodistas y administradores tenemos una responsabilidad ética y social: formar a ciudadanos capaces de cuestionar, de construir, de luchar por una sociedad más justa y equitativa. Sólo entonces podremos decir que aquí, efectivamente, se piensa, se lucha y se ama.

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