Siempre hemos admirado la audacia de la pintora Blanca Fontanarrosa, reconocida artista plástica argentino-costarricense, excatedrática de UCR, por su capacidad de inventar, de abrir espacios donde recorremos la historia de su psique, su alma, ese territorio que tiende a ser transformado por el arte. 

Su última exposición en el Museo del Niño, “Aún en mis días grises florecen las veraneras”, plantea una metáfora que merece reflexión. En este sentido, observamos que los lienzos se enhebran uno a otro como las junturas de una tapia desvencijada por la lluvia de octubre y cuya capacidad de persistir solo es posible gracias a unos pocos fulgores rojizos –las flores de las veraneras–, que subsisten a pesar del golpeador clima. Allí están impresos los fuertes soles, triturando los átomos, la caricia infame del tiempo que se borra incluso a sí mismo, a su propia voracidad. La superficie de los muros exhibe las irreversibles huellas de esas batallas ante las cuales tal vez no hubo victorias ni derrotas absolutas, pero que van aumentando su lastre, su peso, su presencia. Por un momento pensamos en el manto de Turín, advertimos correlaciones inauditas, las marcas de la silueta traspasan el lienzo, como en este arte grave y profundo de Blanca, incluso podemos adivinar rostros, o semblantes como en el reflejo turbulento de un lago en la penumbra.

Ahora nos referimos a las flores, las indómitas veraneras. Sin las escasas y casi insinuadas presencias de estas, las pinturas serían retablos lúgubres, ventanas que dan a paisajes agónicos, donde todo, de manera gradual, se desvanece. Son esas flores ambiguas, distorsionadas, las que dignifican el contexto. Y distorsionadas decimos porque en todos los cuadros, salvo uno, las coposas veraneras solo son esbozos, no son ni por asomo esas abundancias coloridas vegetales. Las flores sugerentes son muestra de anónima supervivencia. 

Aparte de esas flores que asoman abstractas y desafiantes, identificamos también la presencia impresionista de los pájaros, estáticos a veces, en vuelo otras, que esperan alimentarse de esas floraciones que no son aún una realidad, como tampoco estos lo son, pues solo parecen rúbricas del viento. ¿Los pájaros sobreviven a una reciente destrucción? ¿Están expectantes? No lo sabemos. Quizás solo atisban la floración de las veraneras. Todos estos actores, sin embargo, las insinuadas flores, las tapias mohosas y como cubiertas por hilos de aceite urbano, las aves que prosiguen con su faena, conforman una dinámica de una fuerza arrobadora, una dinámica que solo puede ser entendida como metáfora espiritual.

El verdadero arte arroja luz en nuestra cotidianidad y le da voz significativa a los más rutinarios objetos. Todo objeto tocado por el arte subsiste de otra manera, es arrancado de un mundo indiferente para ofrecer una nueva información, un destino alternativo. Los lienzos de “Aún en días grises florecen las veraneras” son arte en el mejor sentido, podemos platicar horas con ellos, historiarnos también en sus dramáticos trazos y en la fuerza sobreviviente de las tímidas y a veces borroneadas flores que no dejan pulverizarse.