Ella respiró profundo. Sintió el aire azul, cargado de oxígeno, núbil, entrando por sus fosas nasales. Lo visualizó desplazándose por su tráquea, empapando sus pulmones. Notó cuando iba diluyéndose en su sangre, nadando hasta cada rincón de su organismo, abrazando las células más distantes de su cuerpo.

Brazos extendidos, ojos cerrados. La brisa fresca de la mañana alternaba con el calorcito incipiente de los rayos del sol, que ya empezaban a colarse entre las ramas en dirección a su cara. La tierra húmeda, esponjosa, ahogó sus pies descalzos, enraizándola, sosteniéndola, haciéndola parte de partículas orgánicas, vivas e imperceptibles, pero reales, presentes, nutritivas.

Escuchó la conversación de la pareja de lapas sobrevolándola, acompañándola. Pensó en su discurso carraspeado, tan propio de las melodías únicas que arrullan. Podía seguir el recorrido del río, imaginando el agua mineral, inmaculada aún, descendiendo en su rumbo imparable hasta alguna playa en el pacífico sur. Se percató del crujir de los árboles, del roce de las hojas; también, ahí, llegaron las voces del viento, con su bamboleo maderoso, el grito moribundo de las últimas chicharras que ahora le daban la estafeta, rebosante de algarabía, al parloteo de los pericos.

Los pies aún dolían, luego de esos veintiún kilómetros desde Los Patos. Se sentía orgullosa ahí, en los terrenos de la plato negro, del oso hormiguero, del puma y de la danta. Eran también el lugar donde los ríos crecen al ritmo de los mares, con sus lagunas invisibles, sus sirenas y sus lloronas.

Como suele suceder en las mentes atormentadas, una ráfaga cortó su contemplación. Había vuelto la amenaza del manglar, el bullicio seco –y sin agua– de la gentrificación guanacasteca, los planes reguladores a la medida de algunos pocos, la insistencia de politizar las decisiones técnicas ambientales, las farsas de los estudios de pesca, y muchas, muchas matráfulas más. Como era su construmbre cuando meditaba, gentilmente soltó, dejó ir, y soñó que eso nunca le sucedió –ni le sucedería jamás– a su amada Naturaleza.

Una bocanada más de aire antes de abrir sus párpados. El rayo de luz formaba canales flotantes entre las siluetas, escapando de las nubes, que poco a poco, para ese momento, ya se iban diluyendo. Y ahí estaba, ella, luego de la tormenta, viva al fin, sintiendo, estando, consciente, dejando atrás, respirando, cuidándose –y cuidándola, a esa otra, ahora que sí está al alcance de sus posibilidades, luego de este camino largo, doloroso.

Supo, ahí, que había valido la pena. Y supo –aprendió–, también, del monólogo de sus emociones, detectándolas, mirándolas, sintiéndolas –por primera vez–, igual que lo hacía con el grito del congo, con el frío de la mañana, con el cosquilleo que ahora existía en su vientre.

Ese era su lugar, su espacio seguro, su comunidad. Ahí, en ese momento, sería ella, en tiempo presente, acompañada, dejando atrás la disociación.

En honor al día de los parques nacionales de Costa Rica, 24 de agosto de 2024.

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