Confieso que el título de este artículo es un gancho engañoso o clickbait, como dicen ahora. No se inquieten entonces mis fans, si es que los tengo, porque sigo odiando el reguetón como siempre lo he hecho. Soy el Gárgamel del reguetón y desde hace tiempo me declaré incapacitado para comprender este mundo conquistado por esa… “disposición intencional de sonidos”.
Hace unos quince años, uno podía hablar mal del reguetón con total impunidad. Hasta podía cuestionar su propio estatus de “música” y relacionarlo con ciertos estratos sociales y niveles intelectuales. Eran otros tiempos. Mi primera visita a la Dimensión Desconocida fue con el furor por Calle 13. En ese momento, yo aún tenía redes sociales (otra abominación para la cual me declaré incapacitado). Cuando llegó a mis oídos el parloteo de Residente, se me ocurrió hacer la esperable diatriba en contra del grupo (recuerdo que lo llamé “Cacalle 13” en una publicación). Para mi enorme y desagradable sorpresa, en vez del apoyo que daba por hecho de parte de “mi público”, lo que obtuve fue una andanada de réplicas donde básicamente defendían a Calle 13 como casi una de las mejores y más importantes agrupaciones en la historia de América Latina. Salvo uno que otro comentario en mi defensa, el linchamiento en Facebook me dejó como un dinosaurio fascista y abortó lo poco que tuviera yo de influencer.
Desde entonces, ya no entiendo nada y vivo perdido, en un estado de resignada estupefacción donde incluso ha mermado mi capacidad de asombro ante todo lo cotidianamente extraño que sucede a mi alrededor. No obstante, quiero hacer mi aporte al debate de esta época donde el reguetón ha llegado a ser tan prestigioso para mucha gente, desde académicos y jurados de premios, hasta oyentes de a pie cuyo gusto musical yo respeto (o respetaba, ya ni sé cuál tiempo verbal usar).
Lo curioso del reguetón es que convoca por igual, como ningún otro tipo de “organización de sonidos” que yo haya conocido, los apoyos y los odios de feministas, machistas, conservadores, progresistas y lo que haya.
He escuchado a feministas y progres defenderlo como una expresión auténticamente latinoamericana producto de numerosas corrientes e influencias históricas de nuestro continente y además como un acto de resistencia y libertad sexual de las mujeres, lo cual incomoda a los machitos. Así mismo, he escuchado posturas feministas que lo atacan por ser una forma de explotación de la mujer y exaltación del ego masculino, y que todas esas reguetoneras creen saber lo que están haciendo, pero solo siguen perpetuando roles de género complacientes impuestos por la estructura patriarcal.
En la otra esquina, están los hombres y demás que lo disfrutan por el más básico deleite de ver los cuerpos sudados y expuestos en los videos. Esto, en sí, no me parece mal si se trata de actos consensuados entre adultos. Sin embargo, también están los hombres (y muchas mujeres) que disfrutan ver la orgía de nalgas húmedas, pero cometen la hipocresía de atacar a las dueñas de las nalgas por inmorales y las culpan de la explotación de la mujer, con un discursito muy parecido al de achacar la culpa del abuso a la víctima por vestirse así o hablar asá o salir de noche.
Es en este punto donde sí voy a hablar en defensa del reguetón, gente. Lo crean o no. Tomen nota de la fecha, guarden este artículo y siéntanse libres de usar este epitafio: “Aquí yace Daniel Garro Sánchez, quien habló en defensa del reguetón”.
Pero sigo haciendo trampa: realmente voy a hablar en mi defensa, para dejar bien claro en cuál saco no deseo que me incluyan. No quiero que me pongan a la par de esa gente que ataca al reguetón por asuntos de moral, desde ninguna esquina. Si a esa le gustan mayores y el otro quiere que sean felices los cuatro y ellas quieren que la leche se derrame o lo que sea, me da lo mismo. Si quieren salir en cueros y armar orgías en los videos, por mí genial. Siempre voy a defender la libertad de expresión por encima de todo, incluso cuando el “artista” no sea de mi agrado. Más que el reguetón y más que cualquier otra cosa, desprecio la censura.
Las acusaciones de vulgar e inmoral en contra del reguetón no lo diferencian de otros tipos de música que también han pasado por sus inicios oscuros en barrios y antros, para luego saltar a las disqueras y emisoras “respetables” (casi siempre cuando estas se dan cuenta de que pueden hacer dinero con ello), provocar escándalos, recibir todo tipo de vilipendios y por último volverse comunes e inofensivos, cuando se convierten en la música de los abuelos. Hasta podríamos ahorrarnos la etapa de la polémica, ya que todos los tipos de música van a llegar al mismo punto. Todos han sido medidos con diferentes varas morales y todos los niveles de corrección política, censura, intolerancia y desconocimiento.
No hace falta decir de lo que han sido acusados el rock y la música negra, desde obscenidad y mal ejemplo para los jóvenes, hasta hechicería, satanismo y alguno que otro delirio conspiranoico. Pero ni siquiera mi adorada música sinfónica, que se ve tan modosita y correcta, se escapa de la censura, el boicot y el escándalo por razones de moralina. Ha habido sangre, blasfemia, demonios, gente encuerada, sexo explícito y sí, también nalgas húmedas, entre otras bellezas, incluso en escenarios de gran prestigio. La ópera Carmen, acusada de vulgar e indecente en su época, fue un fracaso tan grande que terminó con la carrera y la vida de su compositor. Hoy es la ópera más famosa en el mundo, pero sigue siendo polémica: su trama es todo un titular de Diario Extra. El ballet El mandarín maravilloso de Béla Bartók fue prohibido por fingir un acto sexual en escena. Tosca de Puccini fue criticada por violenta y erótica. Y ni hablemos de lo que hacen en ciertos teatros europeos; solo diré que Pasolini les daría “Me gusta”.
Tampoco desprecio al reguetón por machista. Tendría que despreciar también al resto de la música latina. Tendría que despreciar al rock y al metal, donde también ha habido enorme explotación de la mujer, sobre todo en otros tiempos, así como una desestima de las rockeras. Aún hoy, no faltan los machitos metaleros que se burlan de las metaleras. Y tendría que despreciar, de nuevo, a la música sinfónica, que es mi banda sonora, mi actividad espiritual, uno de mis campos de estudio (sin ser músico) y la mayor influencia para mi labor literaria, después de la propia literatura; pero, por desgracia, sigue siendo un ámbito excluyente, donde gran parte de las orquestas aún están conformadas por mayorías de hombres, es poca la música compuesta por mujeres que se programa y son pocas las mujeres que acceden a los principales podios, aunque sea como invitadas. Valga decir que existe otro planeta Tierra de música sinfónica no solo de mujeres, sino también de toda clase de personas excluidas; pero, si uno quiere encontrar quien explore este inmenso repertorio, hay que recurrir a agrupaciones e intérpretes que se especialicen en ello. Las orquestas tradicionales, aún las mejores, le pasan de larguito.
En fin, si desprecio el reguetón, no es por ninguno de esos temas; es simplemente porque me parece mortalmente aburrido, hueco, simplón, repetitivo, sin virtuosismo, sin creatividad, incapaz de llevarme a lo sublime o contarme una historia, porque no me dice nada, no me fascina con su estructura, no me intriga con acertijos, no me despierta ni un asomo de curiosidad más allá del morbo de sus polémicas, no me reta a interpretarlo porque no le encuentro capas, no me desafía más que para ver cuánto soporto el suplicio de escucharlo.
En fin, no me produce nada de lo que logran los otros tipos de música. El reguetón me sabe como una comida fea, básica, insalubre, sin condimento, sin matiz, como lo que uno cocinaba en sus primeros tiempos de apartamento de soltero. Admito llamarle música solo por el estricto hecho de ser una organización intencional de sonidos, pero me parece más música un chirrido intencional de latas. Si un perro junta tres ladridos en un mismo tono, ya eso es más música para mí que el reguetón. El infierno lo imagino como una eternidad haciendo trámites en una ventanilla del No Mundo, con reguetón de fondo y Donald Trump de jefe.
Por lo demás, no tengo nada en contra del reguetón.
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