El gobierno de Costa Rica ha decidido volver a un pasado que pensábamos superado. Ha propuesto la idea, ya aguardada por empresas mineras y los técnicos a servicio de ellas, de derogar el artículo del Código de Minería que prohibe la minería a cielo abierto en Costa Rica. La excusa es “ya Crucitas está destruída y el oro se lo están llevando…”. Una burda simplificación de una realidad mucho más compleja, algo muy propio de las declaraciones del actual presidente.
La explotación de oro en Crucitas, a una escala que sufrague los costos y genere los beneficios sociales y económicos prometidos por el gobierno (dudosos beneficios, pero eso es otra discusión) requeriría necesariamente el uso de las técnicas de lixiviación química del suelo o de la roca subterránea, y posiblemente la construcción de grandes tajos de explotación. Es la llamada “minería metálica a cielo abierto”, prohibida por el artículo 8 bis del Código de Minería. Este tipo de minería, con su complejo de obras asociadas, constituye una las actividades de mayor magnitud e impacto ambiental que el hombre realiza sobre el planeta. Los destrozos producidos por los oreros ilegales en Crucitas palidecen ante la magnitud del impacto por la explotación industrial que caracteriza este tipo de minería. La razón es muy simple: su objetivo es del extraer metales (oro en el caso de Crucitas) que se encuentra en bajas concentraciones en el suelo y subsuelo. Para lograr eso se realizan enormes excavaciones, donde el suelo y subsuelo (y toda la cobertura vegetal y la red hídrica superficial) desaparecen, para ser convertidos en lodos que son regados con substancias químicas, siempre venenosas. Estas substancias extraen el metal y lo concentran. Las toneladas métricas de roca y agua residuales se acumulan en varios tipos de estructuras, las más comunes en forma de lagos permanentes, llamados “lagunas de relaves”.
Sería muy difícil aquí recopilar todas las fuentes de destrucción y contaminación ambiental que este tipo de minería produce, sin contar sus impactos sociales y económicos negativos. Uno de ellos merece especial consideración: los accidentes en la laguna de relaves. Este depósito de desechos mineros, que en el caso del proyecto Crucitas tendría cerca de 150 has de superficie, es uno de los componentes más propensos a accidentes graves. Por ser lagos artificiales que no son necesariamente planeados para todas las contingencias ambientales, la ruptura de sus paredes o diques han provocado extensos derrames de su contenido, compuesto de lodos y aguas contaminadas, que se vierten sobre ríos y valles, arrasando muchas veces construcciones y habitantes. No son casos tan raros como para ser menospreciados. Una revisión de estos incidentes contabilizó 160 casos entre los años1960 -2024.
Otra fuente informa de 214 casos entre los años 1940 y 2010, 67 de ellos en las categorías de “serios” o “muy serios”. Estos son incidentes donde se liberan más del 100,000 m3 de lodos y agua contaminada al ambiente, muchas veces con destrucción de viviendas, caminos y pérdidas humanas. Son datos necesariamente incompletos, por las dificultades obvias de registrar todo el universo de incidentes.
El exceso de lluvias es uno de los factores que han provocado muchos casos de rupturas de las presas en lagunas de relaves. Un dato interesante para entender lo que pueda pasar en Costa Rica. El cambio climático está incrementando la frecuencia de eventos climáticos extremos, como exceso de lluvias, que aumentan los riesgos de accidentes mineros. Esta afirmación se prueba con un accidente real ocurrido en Costa Rica: el derrumbe de las pilas de lixiviación de la mina Bellavista, en Miramar, cuyas consecuencias ambientales nunca fueron realmente investigadas.
El exceso de lluvias, y la acumulación de un exceso de desechos mineros, más allá de lo previsto en el diseño original, fueron las causas que provocaron dos desastres mineros en la historia reciente: los accidentes de Mariana (noviembre 2015) y de Brumadino (enero 2019) ambos en el estado de Minas Gerais, Brasil. En ambos accidentes millones de m3 desechos mineros inundaron extensas áreas en ciudades, ríos y áreas rurales, la contaminación química llegó hasta el mar, y cientos de personas murieron enterradas bajo la ola de lodos que se liberaron tan rápidamente que no tuvieron oportunidad de ser advertidos y poder escapar.
Las compensaciones ambientales y de vidas humanas han sido un insuficientes para el tamaño de la tragedia, y han pasado por una enorme madeja legal y burocrática, donde la gran empresa minera responsable del proyecto (la compañía Vale, una de las mayores mineras del mundo) se escuda detrás de concesionarias y contratistas, a los que deja el trabajo de enfrentar las demandas del estado y la sociedad.
Vale la pena destacar que en estos accidentes en territorio brasileño la seguridad de los diques de las represas de relaves había sido inspeccionada previamente, y garantizada, por empresas consultoras “independientes”. ¿Mala praxis? ¿Corrupción? ¿Lluvias imprevistas? Quién sabe. Pero este antecedente es una buena lección de lo que se esconde a veces detrás de una actividad que se presenta como técnica, limpia y sostenible,
Costa Rica ya está incluida en la lista de países con accidentes mineros, pero si se permite la minería a cielo abierto tendríamos más casos de nuestro país en esta lista. Eso es lo que nos espera si derogamos el artículo 8 bis del Código Minero. Debemos superar esta especie de “fiebre de oro” que se ha desatado en nuestro país después de los incidentes en Crucitas. Es falso afirmar que “ya todo está destruído en Crucitas”. La experiencia real de los accidentes mineros prueba que podemos empeorar las cosas aún más.
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