Durante la mayor parte de mi carrera en el Poder Judicial (que se encuentra próxima a concluir) me desempeñé como defensor público, circunstancia que me permitió conocer gran cantidad de personas, abarcando con ello casi todo el espectro moral. Dicho trabajo, me permitió entender que una persona no puede ser entendida sin conocer su historia de vida, y que esta no puede ser reducida a la simple dicotomía entre blanco y negro (bien y mal), sino que se encuentra conformada por múltiples zonas grises, y que aun las personas condenadas por delitos pueden enseñarte importantes lecciones sobre el bien y el mal a aplicar a lo largo de tu vida.
Tal experiencia, me enseñó a dejar de lado prejuicios conforme a 1os cuales la maldad de las personas se reduce conforme se asciende en la escala social y en el grado de instrucción recibida; personas con un alto estatus y nivel de educación, pueden incurrir de igual forma en conductas altamente reprochables por su nivel de maldad, pudiendo ser catalogadas como psicópatas tipo II, sociópatas o psicópatas funcionales.
Tales sujetos, usualmente no cometen crímenes violentos; son personas ambiciosas, manipuladoras, narcisistas y sin límites morales, para quienes cualquier medio resulta legítimo a los efectos de obtener lo que quieren; quienes los rodean, constituyen meras piezas en su juego por obtener dinero y poder, y los daños que estos sufran serán siempre justificables dado el valor instrumental que les ha sido conferido por parte del psicópata.
Suelen ser frecuentes en el ámbito corporativo o político, pudiendo sin embargo ser identificados en otras áreas de gran nivel competitivo, en los que tales conductas tienden a ser normalizadas dentro de la sub-cultura particular del medio en el que se mueven. Consecuentemente, no resulta extraño observarlos también entre abogados (ávidos de ganar aun a costa de la verdad) y cuyo éxito va de la mano con sus destrezas orales y herramientas de manipulación.
Desafortunadamente, tal fenómeno no se limita a algunos litigantes; podemos observarlo a su vez en algunos jueces (afortunadamente, una minoría), que han ascendido en sus carreras sirviéndose de otros como escalera, torciendo la verdad en los casos que juzgan o fraguando intrigas respecto de aquellos que perciben como un obstáculo para su éxito.
Cada uno de nosotros podrá citar algunos ejemplos a partir de su propia experiencia de vida; en lo personal, me han correspondido conocer a varios (pocos, pero peligrosos, dada la jerarquía que ostentan), dispuestos a hacer cualquier cosa y a cualquier costo para ascender y acceder algún día a la silla pontificia, y predicar desde ella sobre principios de ética que nunca llegaron a poner en práctica pero que son aplaudidos cínicamente por su grupo de pares.
Nuestra sociedad, por extraño que parezca, llega incluso a alabar este tipo de comportamientos y sujetos, postulándolos como paradigmas de aquello necesario para triunfar profesionalmente; si este es el costo del éxito, prefiero entonces ser un fracasado, y nadar siempre contra corriente para defender mi ya “obsoleto” concepto de justicia y verdad.
Nuestra valía como seres humanos, no se halla definida por las palabras que salen de nuestra boca —la ropa que vestimos o la marca de auto que conducimos— sino por las acciones en las que se han visto materializados los valores que decimos seguir; pobre y poco instruido, o rico y con buena formación académica, lo que realmente te define como una persona valiosa es el bien que hayas podido hacer a lo largo de tu vida y tu disposición para hacer lo correcto aun si ello te genere consecuencias perjudiciales.
Ciertamente es difícil ser una buena persona y mucho más fácil ser alguien exitoso; el camino de la primera es largo y corto el del segundo, pero si crees en principios que se encuentran más allá de ti (Dios)), no será difícil identificar aquellas acciones que te definen como un verdadero ser humano, separándote de los chacales y buitres con los que te cruzas diariamente en tu trabajo.
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