Jorge Amador, director de seguridad de Neza, México, tuvo una idea algo disparatada: incluir en las capacitaciones de los policías un módulo de literatura. Corría el año 2006 y Neza era una de las ciudades más peligrosas del país. Tras deshacerse de los policías corruptos, Amador redujo las jornadas laborales, aumentó el salario e impulsó el programa Literatura Siempre Alerta. Según decía, a través de la literatura los policías enriquecen su vocabulario y, además, tienen la oportunidad de adquirir experiencias y ampliar su visión de mundo. Sin embargo, había algo más: la aproximación a la literatura supone un beneficio ético. Amador consideraba que alguien que arriesga su vida para salvar la de los otros requiere convicciones muy profundas. Y la literatura, según él, puede mejorar esas convicciones en tanto nos permite “vivir vidas” con un compromiso similar.

Durante su gestión, por cierto, se redujeron significativamente los índices de criminalidad.

Ciertamente nuestra idea de la lectura está lastrada por abundantes prejuicios: de lo estrictamente utilitario a la típica asociación con la alta cultura decimonónica (la lectura como pasatiempo burgués). Y, por supuesto, de acuerdo con esos prejuicios, un policía nunca lee a García Márquez o a Virginia Woolf; como nunca los lee, desde luego, una persona en condición de pobreza o un jornalero.

No hace falta insistir en que esos prejuicios entrañan un indiscutible tufo elitista y una pretensión, digamos, moralizante: ni un policía ni un pobre ni un jornalero deberían leer a Shakespeare o a Virginia Woolf. Porque a los policías, los pobres y los jornaleros les está reservado otro registro lexicográfico y su tiempo, por si fuera poco, debería ser empleado en cuestiones más apremiantes como, por ejemplo, dejar de ser policía, dejar de ser pobre y dejar de ser jornalero.

Umberto Eco alguna vez dijo que quien no lee, al final de sus días, habrá vivido una sola vida, la propia, mientras que quien lee habrá vivido cinco mil años. Hace unos años a Alberto Cañas y Guido Sáenz (se recomienda escuchar El legado de Guido Sáenz) se les ocurrió una idea tan disparatada como la de Jorge Amador: publicar en una editorial estatal libros de autores clásicos y distribuirlos de forma masiva, casi gratuitamente. Ignoro cuántos de esos libros se leyeron efectivamente. Pero recuerdo verlos, mucho tiempo después, en numerosas bibliotecas de amigos y familiares. Estaban allí. Disponibles para que cualquiera, independientemente de su origen, pudiera vivir otras vidas: acaso la de un Robin Crusoe o la de un tal Papá Goriot.

La Encuesta Actualidades 2022 de la Escuela de Estadística de la UCR revela que existe un gran consenso en la población costarricense: 87.8% considera que la lectura no es una perdida de tiempo. No obstante, tal y como mencionaron el escritor Gustavo Solórzano-Alfaro, la física Natalia Murillo Quirós y el cineasta y conductor radial Jurgen Ureña en el episodio de La Telaraña del 1 de abril, eso no significa que la mayoría de la población costarricense consuma o lea muchos libros. Hay, en palabras de Solórzano-Alfaro, un imperativo moral que no tiene correspondencia en la realidad cotidiana: todo mundo coincide en la necesidad de promover la lectura, pero…  ¿para qué? ¿Vale la pena? ¿Tiene sentido, siquiera, planteárselo?

Durante el programa, Natalia Murillo Quirós recordó episodios de infancia en los que su padre le llevaba libros al regresar de su trabajo. Evocó, específicamente, la lectura de una novela, Mujercitas, que le permitió entender que las niñas pueden salirse de los esquemas convencionales y llevar vidas alternativas. Para muchos, quizás, esa no es una razón suficiente. Yo, con todo, creo que sí lo es. Y sospecho que Jorge Amador, Alberto Cañas y Guido Sáenz también estarían de acuerdo.

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