En esa época, Elpen venía sin previo aviso, usted se preguntará ¿quién es Elpen?, el pencazo de agua que caía incesante en los años setenta empapándolo todo, con ese a olor a tierra húmeda por un rato, dejando un sopor que se metía debajo de las enaguas de las vendedoras del mercado central de Masaya, así como lo hice yo una vez cuando fui a comprar sardinas secas para revivirlas en la pila de mi casa sin éxito.
Nadie hablaba entonces de que la Tierra se estaba calentando por una especie infame y malagradecida, pero sí era entonces, un tema de gran actualidad la agilidad de los niños para esquivar los chinelazos que lanzaban como francotiradoras sus madres y abuelas. En esos días, me habían robado mi cachorro raza pastor alemán que se llamaba Rayo II, no por tener abolengo, sino porque había tenido antes uno con el mismo nombre y de la misma raza.
A menudo, los recuerdos son verdades que se enredan con las ficciones en la olla de la memoria, por ello no sé qué tanto es una cosa o la otra, pero voy a narrar lo que pasó tal y como ahora me parece que pudo haber sucedido, el nivel de fidelidad histórica no es preciso, y proviene de un tiempo que es ahora inaccesible.
El cuarto donde me encontraba olía a incienso de iglesia, había una imagen de un perro rojo e imágenes de santos católicos y deidades presuntas, por lo demás, la vivienda era muy común y pasaba desapercibida en el vecindario. Resulta que, en mi desesperación por encontrar a mi perrito, siendo que hasta esa instancia yo era un niño bueno, comulgado, salesiano y burgués (años después me dirían esa palabra en la calle y su significado me estalló de golpe), recurrí a una bruja que vivía más allá de Monimbó, como yendo para Catarina, y lo primero que me dijo ella fue:
-Tenés los quinientos pesos.
Sí, respondí, pálido de miedo, pero fingiendo no tenerlo, aunque se notaba.
Iba a cumplir doce años y no había desarrollado aún para ser un hombre, por lo que la mujer se veía enorme e imponente, me llamó la atención ver un poster de Darío en su “consultorio” y de atrevido le pregunté:
- ¿Le gusta la poesía?
Ella replicó:
-Sí, soy poetisa y bruja.
Ante tal declaración de profesiones, no supe que decir, entonces le pregunté directamente sobre el paradero de mi perro; ella tenía como ocho collares con cuentas de colores y varios anillos en los dedos de las manos. Aunque no era una mujer vieja, ni se parecía a Hermelinda Linda, el personaje mejicano de un paquín semanal que yo devoraba con fricción, al igual que Kalimán y Memín Pinguín, su presencia me hacía sentir temeroso y frágil.
Corría el año de 1976, y dudé en darle el dinero, que en ese tiempo era una verdadera fortuna y creo que alcanzaba para comprar otro perro similar al perdido. Pero la bruja venía muy bien recomendada por un cochero, compañero de la planchadora de la tía, de una sobrina de un amigo, que dijo, que le ayudó a encontrar una botija enterrada en la casa de su mamá. Aunque siendo franco, ninguno de los datos de la referencia fue corroborado. En los pueblos pequeños, la fama, buena o mala, se diseminaba como fuego imposible de sofocar.
- ¿Cómo te llamás? -Me dijo.
-Santiago. -Mentí.
- ¿En qué mes naciste?
- En agosto.
- Entonces sos Leo, sentenció.
Ya para entonces, yo sabía que eso de la astrología era una patraña, pero no tenía sentido decir algo al respecto; de repente, comenzó a aletear como un murciélago bajándose de un palo de mango y a hacer ruidos raros, cayó en una especie de trance, y de una olla golpeada sacó un papel amarillo, en tono pacífico me lo entregó:
-Tu perro está aquí, en esta dirección.
Antes de irme pregunté:
- ¿Y usted cómo se llama?
- Eso no importa, contestó.
Nunca volví a ver a Rayo II, ni regresé a reclamar mi dinero a la nigromante, pero es aquí donde la historia tiene un guiño, porque años después, en el Village de Nueva York, durante un viaje de estudios, me topé de frente con la imagen del perro rojo, sudé y empalidecí, porque Keith Haring, ya había muerto y era el autor de la obra, pero el parecido con el perro que había observado donde la maga era innegable.
También, para mi desgracia, a esa mujer, y aunque no quisiera, la seguí viendo por los medios de comunicación, cuenta la leyenda que adquirió mucho poder en Nicaragua.
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