Hace unos días, mi mamá me comentó de su cita con el ortopedista. Palabras más, palabras menos, le ha encargado bajar veinte kilos; de lo contrario, tendrá que operarla de la rodilla. Me dijo que le parecía exagerada esa cantidad de kilos y que no lo creía posible. Yo la he instado a que siga los ejercicios que le enviaron meses antes y traté de explicarle que la recuperación de una cirugía es peor que hacer los ejercicios para evitarla. También le he dicho que no se deje llevar por el hábito de mi papá, flaco eterno, de comer pan en todos los tiempos de comida y reducir la ingesta de dulces, mantequilla, etc.
Días después, cuando ya estaba a medias en la preparación de mi desayuno, ella se acercó a la cocina, así que le ofrecí de lo que yo había hecho: compartimos unas tajadas de plátano, un poco de frijoles molidos, café y, como solo tenía dos huevos listos, le di una parte de lo que ya tenía en el plato. Ella se rio y empezó a comer. Yo le pregunté por qué la risa y me dijo, franca y sonriente: “Es que, si yo comiera siempre con usted, ¡fijo que bajaría esos veinte kilos!”
A la semana siguiente, debido a un curso al cual debía conectarme, mi mamá, toda chineadora, me preparó y subió el desayuno durante todos los días de esa semana. Todos los platillos estaban deliciosos, aunque ciertamente me servía más de lo que suelo comer en el desayuno. Pero, lo que me sorprendió y sacó una sonrisa fue el plato de la última mañana: junto al pinto, los huevos, el café y el queso, venía un atrevido pedazo de yuca hervida... Inmediatamente me dije que no me comería eso a las 9:30 a.m., pero, ya ven, en mi plato no quedó nada. Así, me percaté de que si ella me sirviera siempre el desayuno, yo tendría veinte kilos de más en poco tiempo.
Total que el amor se demuestra de diferentes maneras, incluso a veces contradictorias. Puede ser darte menos comida o puede ser darte más, pero qué lindo que siempre lo pudiéramos reconocer, aunque venga de una manera tan distinta a cómo lo demostramos o esperamos.
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