Está ahí. Reprimida. Entre el pecho y el hambre. Algo parecido a la náusea. Un sentimiento nacido de la frustración y derrota, la humillación y la marginalización. Condición que viaja hacinada a las 7 a.m. Que viaja silenciosa y cabizbaja: la ira reprimida. La ira que enceguece, la que nubla el criterio y distorsiona la realidad. El enojo que nos empuja a cometer exabruptos como elegir a un mandatario, cual si fuera una vendetta.

La ira, que podría ser virtud de los indignados, se convirtió en pecado condenatorio: las víctimas eligieron a su verdugo. Instrumentalizada, la ira tuvo una breve manifestación en las urnas. Quizás este puede ser uno de los elementos a considerar para entender la catástrofe histórica del presente cuatrienio. Nacido de la ira, este periodo se erige como síntoma y como consecuencia. Como un error fatal. Como el fracaso de una generación. Como parteaguas y retiro forzado de la decadente élite política, responsable directa de este escenario.

Aún no dimensionamos el daño que esta vendetta iracunda le está causando a la nación: la mentira entronizada, el ataque abierto a los poderes de la República, el irrespeto por la investidura presidencial, el menoscabo de la legitimidad de las instituciones y los principios sobre los que se fundamenta el contrato social, las arremetidas virulentas a la libertad de prensa, el capricho revanchista como criterio para gobernar… en suma, la caricatura del aprendiz de autócrata en la Arcadia tropical.

A un año de la ira sembrada, la fatiga es evidente y el malestar continúa acumulándose, pronosticando tempestades. Pareciera que reprimir el enojo estoicamente, y vivir con indiferencia nos ayudará a soportar el destino que, cual decretó divino, es inmisericorde y fatal.

Ahora bien, la ira de los marginados, los desempleados, los no representados, los que no pueden hacer lobby, los que de antemano tienen los créditos negados, los que intentan vivir con salarios precarizados, los excluidos, los estafados, los humillados y ofendidos…  esa ira que viaja con nosotros todas las mañanas puede convertirse en virtud que posibilite el cambio.

Razonada, es la ira la que supera la ceguera y nos lleva a la lucidez: el enojo como la búsqueda de la retribución, empresa legítima ante la injusticia. Es la acción, parafraseando a Tomás de Aquino, nacida del enojo moralmente virtuoso: la respuesta ante el atropello recibido. Como dijera el Doctor Angélico, “el movimiento de ira tiene su comienzo en la razón”: cuando razonamos y juzgamos los hechos, llegando a la certeza objetiva que somos los perjudicados, que hipotecan nuestras vidas, que nos convertimos en carne de holocausto de algunos, cuando erosionan nuestros derechos y vemos pasivos como secuestran nuestro futuro. Cuando tenemos esta certidumbre, el enojo que busca reivindicación es virtud.

La indignación compartida, lo sabemos, puede mover los cimientos de la tierra. Aún escuchamos el enojo virtuoso que invocó la multitud chilena: “No son 30 pesos, son 30 años”, que logró posicionar, en el debate público, la necesidad de una Asamblea Constituyente. O el pregón que llenó las calles de Madrid: "Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo”; que, en boca de una generación indignada, pudo dirigir su enojo virtuoso en acciones que lograron incidir en la rancia política bipartidista posterior a la Transición.

Nuestra ira reprimida tendrá que convertirse en enojo virtuoso que clarifique la realidad y nos posibilite incidir en ella: no debemos permitir que nos arrebaten lo que nos queda del Estado de derecho, la herencia de las reformas sociales y los derechos obtenidos gracias a décadas de lucha. Tampoco, que cercenen nuestro porvenir, por demás, en entredicho.

Nuevamente está ahí, entre el pecho y el hambre. Algo parecido a la náusea, nacida de la frustración y derrota, la humillación y la marginalización. La ira que viaja hacinada con nosotros todos los días, espera nuestro momento de lucidez.

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