Hace poco, en una de las raras y culpables ocasiones en que veo televisión nacional, vi el anuncio de una entidad bancaria donde unos jóvenes alzan su tarjeta de crédito como si fuera la espada de He-Man, la tarjeta destella y, sí, en efecto, ¡obtienen el poder! Este anuncio, además de ser un oportuno recordatorio de por qué no veo televisión, me hizo preguntarme de inmediato: ¿exactamente cuál poder están adquiriendo? En la ficción del anuncio, supongo que (pongan música de Hans Zimmer de fondo) reciben el poder de vivir el momento sin reservas, sin espera, sin límite, porque la vida es hoy, carpe diem, “¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!”, etc., etc.

Sin embargo, yo, honrando mi bien ganada fama de aburrido, voy a decirles el auténtico poder que otorgan esas tarjetas mágicas: el poder de embarcarse.

Por ahí anda el anuncio de otro banco (en este caso, extranjero), donde son las mujeres las que reciben un don a través de sus tarjetas de crédito: reciben la libertad. Sus tarjetas, investidas de poder, les dan los medios para emanciparse, romper sus cadenas, lograr su independencia y agregue usted las frases de liberación femenina que guste. Una vez más, el campeón del aburrimiento está aquí para decirles la única libertad que esas mujeres están recibiendo: la libertad de gastar.

Nunca el libre albedrío ha estado tan a propósito, porque más de uno debe de estar leyendo esto y preguntándose quién soy yo para meterme en lo que hagan los demás con su dinero, que para algo es suyo. Y tienen toda la razón… excepto porque esa supuesta libertad es una farsa. No soy yo el que se está metiendo con su dinero. Cuando… Deseo de todo corazón que no, pero cuando las deudas consuman un bocado cada vez más grande de su salario y sienta su poder adquisitivo mermado y empiece el acoso telefónico y el dios de la tarjeta de crédito le saque su retórica matemática intencionalmente confusa para explicarle por qué debe pagar cada vez más y más por intereses y multas y cosas que exceden por muchísimo lo que usted creía haber pagado con las tarjetas del poder, pregúntese quién se está metiendo con su dinero, si es que todavía es suyo.

Como funcionario público, pasé años atrás por la doctrina de las fianzas: “usted me fía a mí y yo a usted y así nos vamos…”, “es que solo así se puede hacer uno de sus cositas…”, “aquí le traje el formulario, ya se lo llené para que no gaste tiempo yendo hasta allá, solo fírmemelo…” Confieso que caí en la palabrería de los testigos de la asociación solidarista y experimenté el triunfo engañoso de la refundición. Si no me avergüenza (tanto) contar esto, es porque hoy vivo libre de deudas y he adquirido un verdadero poder: el de decir NO. No a las fianzas. No a los créditos preaprobados. No a las cortesías de clubes de viajes en restaurantes. No a las tarjetas de tiendas y farmacias. No a pedirle fiado al pulpero. No y no y no. Mi profe de DARE estaría orgulloso.

Desde luego, alguien podrá decirme que las entidades financieras también ofrecen formas de ahorro y yo contesto de nuevo que sí, tiene razón.

No obstante, el ahorro es esotérico: pocos lo conocen, pocos lo dominan, no tiene tanta promoción ni tantos brochures, opciones y acólitos. No tiene anuncios épicos. Sus testigos parecen miembros de una logia y se comparten conocimientos vedados para una parte de la población. El ahorro es como una teoría conspirativa: uno habla sobre él y se gana muecas de escepticismo, de extrañeza, incluso de enojo. “¡Nooombres!, no se puede ahorrar, no hay cómo, no hay chance, no se puede ni terminar la quincena, ¡qué va a estar uno sacando pa’ ahorrar!”, he escuchado decir a más de uno y decía yo mismo, años atrás. ¿Comprar la pantalla al contado? ¿El juego de sala? ¡¿El carro?! ¡¿LA CASA?! Ni que fuera Bill Gates… Muchas veces, la incredulidad persiste incluso cuando uno conoce personas que sí compraron la pantalla, el juego de sala, el carro y hasta LA CASA sin endeudarse y que ciertamente no son Bill Gates.

En mi caso, la primera señal de cambio fue comprender algo tan obvio que por pura miopía no lograba ver: si gastaba el cuarenta por ciento de mi salario líquido en pagar deudas y aun así podía cubrir mis gastos, significaba que, estando libre de deudas, bien podía ahorrar el cuarenta por ciento de mi salario y aun así cubrir mis gastos.

Pero faltaba algo más para producir el cambio definitivo, porque no basta con saber lo que hay que hacer; hay que saber también cómo hacerlo. Para ello, nada como tener una pequeña ayuda de los amigos.

A menos de que uno reciba solito las epifanías del dios del ahorro, el entorno es determinante. Una burbuja familiar, laboral y social de gente adoctrinada para endeudarse va a hacer presión constante para que uno se endeude también. Y en la mayoría de los casos lo hacen sin mala fe, lo hacen porque es la única forma en que saben hacer las cosas y creen que están ayudándolo a uno al hablarle sobre distintas formas de obtener créditos. En su visión del mundo, están ayudando a que uno se haga de sus bienes y prospere. Yo les agradezco, no crean que no.

Pero agradezco mucho más a los testigos del ahorro, a los que me han enseñado a guardar primero y comprar después, a comprar más con menos y, sobre todo, a cuándo NO comprar. Gracias, hermanos y hermanas, por enseñarme a decir que NO. He llegado al convencimiento de que enseñar a un ser querido el arte de decir NO es una expresión de amor.

Para terminar, he de confesarles que tengo mi tarjeta de crédito, porque es útil en urgencias y tampoco satanizo el tenerla. Hay gente que tiene más de una y jamás paga intereses, sino que gana premios con ellas, ¡incluso come y viaja gratis con ellas! Eso sí que es un superpoder. Entonces, ¿de qué se trata esto? Se trata de cambiar la doctrina de la deuda por la del ahorro, ganar intereses en vez de pagarlos, aumentar el poder adquisitivo en vez de ahogarlo, alcanzar una auténtica libertad financiera, un verdadero poder de decisión, basado en la voluntad y no en la publicidad.

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