Una canción. A finales de los años ochenta del siglo pasado, sonaba mucho en la radio costarricense una canción aspiracional interpretada por el mexicano Manuel Mijares, cuyo estribillo resonaba: “Uno entre mil, yo ganaré, qué cuesta arriba la partida del juego de la vida”. Para mí, la tonada presentaba varios problemas, ya que, aunque era muy agradable y además cantada por un gran intérprete, tenía la dificultad de que no se definía qué era lo que ganaba Mijares, porque las aproximadamente 5 mil 113 millones de personas de la población mundial de 1988, año en que se lanzó el tema, no podían querer todos lo mismo, y si así fuera, la estadística de la canción implicaba que más de 511 millones de personas serían exitosas si el sortilegio de la letra fuese posible, lo que tampoco era viable estadísticamente, dado que si se tratara de fortuna, no existía en esa época, ni ahora, esa cantidad de billonarios.

Tampoco la fama concentra tal cantidad de personas, entonces, existe una dificultad originaria —en términos de realidad— y a nivel filosófico, de qué es aquello que puede definirse cómo éxito. Al 24 de abril del 2023, somos casi 8 mil millones de habitantes, lo que explica el nivel de estrés al que sometemos al planeta Tierra cada día, que tiene recursos limitados, y si bien se puede argumentar que parte del tema es la geolocalización de la población excesiva, no hace falta ser demasiado inteligente para percatarnos que, si nos seguimos reproduciendo a este ritmo, habrá que migrar al espacio exterior, del cual —de todas maneras— formamos parte.

Criterio de realidad. La muerte, al igual que el fracaso, no es bien vista en la cultura occidental, en lo personal, me resulta chocante la división anglófila que existe entre winners y losers, por ser reduccionista, artificial y discriminatoria. Existe una lucrativa industria de la autoayuda, basada en la premisa de que, si tenemos suficiente fe en nosotros mismos, nada es imposible, se pueden eliminar los pensamientos negativos y alcanzar la felicidad. No pretendo afectar la fe de nadie, y que cada quien camine con sus propios zapatos, pero la realidad primera que debemos abrazar, es la temporalidad de la existencia y hacerlo con alegría, como un don (dado por un Dios o por una conjunción azarosa, según cada quién elija pensar), lo cierto es que la vida transcurre a la velocidad del rayo y es prudente disfrutarla con sus altos y bajos sin aparentar menos edad, y mucho menos maquillaje para la identidad. Lo que somos es demasiado precioso para pretender ocultarlo para ser aceptados, de todas maneras, el rechazo siempre existirá y está bien, porque los absolutos son irracionales (como creyente sólo concibo a Dios en esa categoría).

El fracaso es aparente. Las personas no intentan por evitar fallar, pero el autoconocimiento permite apuntar hacia logros razonables y paulatinos que fortalecen la autoestima. Dicen que Roma no se construyó en un día, y es que nada que valga realmente la pena es instantáneo, todo conlleva procesos y desarrollo; el primer error es aspirar a conseguir un reconocimiento sin estar dispuesto a recorrer el arduo camino del aprendizaje que conduce al mismo.

No se debe evitar el fracaso, sino aprender las lecciones que deja para mejorar. Si no existe pasión por lo que se busca y lo que se procura es solo seguridad financiera, aunque esta se consiga, no habrá felicidad, ni realización. Usted que tiene la amabilidad de leerme, conoce personas “exitosas”, que le hacen pensar que no están haciendo la actividad correcta; en sentido contrario, he conocido personas, por ejemplo en el sector salud, que no necesariamente pertenecen a la escala salarial más elevada, que están agradecidos con su trabajo y transmiten humanidad y amor por lo que hacen, recuerdo a una enfermera que conocí, que aún jubilada continuaba atendiendo a gente necesitada, ella tenía una pensión limitada, pero el dinero no fue nunca su motivación, sino el servicio, ella siempre estuvo realizada como profesional y como persona, y fue sumamente exitosa. Alguna vez me contó que les tenía fobia a las agujas, pero su mano suave inyectaba sin dolor, porque no dejó de esforzarse por mejorar en lo que le daba sentido a su vida. Recuerdo, que me decía:

Jaime, el dolor, la pérdida, la enfermedad y el fracaso, te hacen mejor persona, más humilde y te ayudan a desarrollar tu creatividad.”

Ella tiene razón, los dones y las habilidades son como el agua, sirven si fluyen hacia otros, porque si se envuelven de egoísmo, se estancan y huele a podrido. Está bien no conseguir todo lo que alguna vez soñamos, de la misma manera que no podemos forzar el amor, eso no significa que no debemos tratar de obtenerlo. A nivel comercial, la cruda realidad indica que más del 70% de los nuevos negocios no logran sostenerse; desde muy pequeños nos preparan para competir, pero no para fracasar, lo que en realidad es solo una estación, una parada en el camino, y debería enseñarse como parte de la cultura empresarial y personal desde muy tierna edad, porque aprender a fallar es parte importante del proceso de tener éxito.

Cambio de mentalidad. Angela Lee Duckworth, profesora de psicología de la Universidad de Pensilvania, sostiene que el éxito académico tiene poco que ver con los dones y capacidades naturales de una persona y mucho que ver con su motivación, pero sobre todo con lo que los anglosajones denominan "grit", un término que puede traducirse como "firmeza de carácter". Esta persistencia, sólo puede alcanzarse si se sabe lidiar con el fracaso y seguir adelante.

La profesora de psicología social de la Universidad de Stanford, Carol S. Dweck, explica que los seres humanos podemos tener dos tipos básicos de mentalidades: "mentalidad fija" o "mentalidad de crecimiento". La primera es aquella que asume que nuestras capacidades y personalidad no pueden ser cambiados de manera significativa, y, por ende, nuestro éxito será una expresión de esas capacidades y cómo se miden contra unos estándares que también son fijos. En cambio, la "mentalidad de crecimiento", por el contrario, cree que nuestras capacidades pueden ser ampliadas y modificadas, y por ello ve el fracaso como una oportunidad de crecer, en lugar de verlo como una expresión de nuestras limitaciones innatas.

Evidentemente, estas dos mentalidades guardan estrecha relación con la manera en la que se reacciona al éxito y al fracaso, y por ende con la capacidad para ser felices. La mentalidad de crecimiento crea una pasión por aprender, en vez de fomentar un deseo desmedido de aprobación externa. Esto significa que las personas que adoptan esta manera de ver la vida, realmente no se ven a sí mismos como fracasados cuando fallan. Esta hipótesis plantea una aparente paradoja, ya que afecta la manera en la que los niños son educados y cómo se enfrentan al fracaso: alabar constantemente los talentos, la inteligencia y otras capacidades de los infantes puede generar una autoestima positiva, pero les hará colapsar ante la primera experiencia de fracaso que deban enfrentar, desmoralizándolos y haciendo más difícil que quieran volver a intentar algo en lo que puedan fallar.

Lo anterior implica que alabar las capacidades innatas de un niño lleva a una mentalidad fija, mientras que alabar su esfuerzo y su trabajo duro modifica el foco de atención a la “conducta” en lugar de la “habilidad”, generando así una mentalidad más resistente hacia la firmeza de carácter, es decir a la capacidad de persistir ante el fracaso y así fomentar el grit.

Como epílogo basado en mi experiencia personal, puedo agregar que si yo hubiese puesto atención a las personas que trataron de desalentarme, no sé que habría sucedido, pero, estaba demasiado ocupado trabajando para descubrir quién era y lo que quería obtener de conocimiento, como para escucharlos. Para mí, el éxito al día de hoy, es tratar de no lastimar a nadie con intención y no publicar mis aciertos buscando aprobación.

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