Fue en alguna conversación con la distinguida académica mexicana Carmen Vázquez que escuché por primera vez la referencia, con fina ironía, a los Doctorados “horroris causa”, para destacar aquellas titulaciones que, en lugar de darse por causa de honor, se conceden como parte de una transacción comercial o por mero amiguismo académico. Y es que, el título de Doctor Honoris Causa verdadero, es privativo de personas excepcionales, que realizan aportes notables en sus áreas de estudio o trabajo. Es decir, no alcanza con ser un buen profesional, realizar alguna publicación o dictar alguna charla, para ser merecedor de este tipo de reconocimientos, pues sus destinatarios deberían ser parte aguas, esas criaturas extrañas y maravillosas, que nacen de vez en cuando, y que nos hacen retomar la fe en la humanidad.

Por ejemplo, la Universidad de Costa Rica ha otorgado esta distinción a figuras como Clodomiro Picado Twight, Luis Jiménez de Asúa, Fernando Centeno Güell, Carmen Naranjo Coto, Boaventura de Sousa Santos y Judith Butler, resultando un galardón más que merecido, por la trascendencia evidente de sus aportes en diversas áreas del conocimiento humano. Desgraciadamente, en la actualidad, numerosas instituciones han encontrado un gran negocio en la emisión de este tipo de titulaciones, las que se entregan, sin sonrojo alguno, a quienes estén dispuestos a pagar por ellas o a seguir el juego de las palmaditas en la espalda, un insufrible intercambio de hipócritas elogios, que se utiliza como moneda de cambio en la academia y que denosta a quienes realmente dedican su vida a la investigación o el arte.

Hace algunas semanas fui testigo de este disparate. Recibí un correo en donde se me invitaba a someter mi currículo al “claustro doctoral” de cierta institución. Sabido de este tipo de farsas, contesté la comunicación agradeciendo el “alto honor” y adjuntando un documento sin contenido, al que únicamente asigné mi nombre. Horas después recibí un nuevo correo en donde se me informaba que, luego de una ardua deliberación, el “claustro doctoral” tomó la determinación de otorgarme el título de “doctor honoris causa”, claro está, siempre que cancelara algunos rubros por concepto de “trámites de emisión del documento” y “realización de la ceremonia”. No tuve el estómago, ni el hígado, para contestar este correo ni los que le sucedieron.

Este tipo de “reconocimientos”, desde los ya mencionados “horroris causa”, hasta los que se decantan por la utilización de un lenguaje rimbombante y, ciertamente, ridículo, como el de “Doctor de Doctores”, o los que se refrendan por instituciones domiciliadas en países de primer mundo, como Estados Unidos o Inglaterra, con nombres similares al de universidades de gran prestigio (de forma idéntica a lo que ocurre con algunas fraudulentas marcas comerciales de prendas de vestir o electrodomésticos), hasta la concesión de estatuillas, preseas y otra bisutería parecida, que es afablemente recibida, con descaro o por mera sosería (¡y no sé cuál razón es peor!), generalmente en multitudinarias sesiones, que no constituyen nada más que un despliegue de ego y mediocridad, en donde profesionales de diferentes ramas, actores y actrices, políticos y comediantes, entre otros, se confunden entre sí y engrosan las listas de los flamantes “doctores”.

Este tipo de exhibiciones decadentes resultarían risibles e inocuas, si no fuera porque muchos ingenuos caen en la trampa de pensar que ese vergonzoso galardón tiene más valor que los miserables céntimos que pueda costar el papel o el latón en que está inscripto, siendo además el reflejo de la mercantilización de la educación, la tendencia al facilismo y la escasa tolerancia a la frustración que define a los individuos en la modernidad, entes que comparten genes con aquel “hombre masa” que con lucidez adelantó, hace casi un siglo, José Ortega y Gasset.

El problema de buscar a toda costa el reconocimiento, mediante titulaciones o galardones, es que, en esa pesquisa, no existe más opción que doblegar la cerviz, pues el individuo se debe ajustar a los estándares y condiciones de quien refrenda sus editados “logros”, perdiéndose en ese pacto perverso la libertad y la dignidad del profesional, el investigador, el académico o el artista. Si de algo estoy seguro es que el reconocimiento se encuentra, pero nunca se busca, y que esas baratijas solamente encandilan a los incautos. Hoy más que nunca resulta necesario denunciar estos desvaríos, que anidan cómodamente en aquellos que se encuentran sumidos en el autoengaño, y no claudicar en la reivindicación de la ruta difícil para alcanzar la excelencia, siempre con una perspectiva humanista, en los quehaceres de los seres humanos.

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