En su bello discurso del “pálido punto azul”, Carl Sagan dice que la astronomía es una experiencia que forma carácter y humildad. En unas palabras tan pocas, pero acertadas como las del no menos célebre Desiderata, Sagan reduce al tamaño de una fracción de una mota de polvo la pretendida grandeza de los reyes y los imperios.
Si uno ha leído sagas de ciencia ficción como Una odisea espacial o Duna o los relatos de Asimov, cuyas acciones narradas abarcan siglos e incluso milenios, y si uno logra dimensionar, hasta donde lo permita su mente, las distancias y los lapsos a nivel interplanetario, entiende las palabras de Carl Sagan. Los más inflados egos humanos se vuelven absurdos al encuadrar su insignificancia en una esquinita del pálido punto azul que es la Tierra.
Un proyecto de investigación a escala planetaria puede arrojar sus primeros y tímidos resultados muchos años después; incluso décadas. La gran aventura de la exploración espacial podría tomar siglos sin resultados que cambien sustancialmente las condiciones de la existencia humana. La generación de científicos que haya emprendido un proyecto de este nivel podría consumirse enteramente sin ver los frutos de su trabajo. Incluso, varias de las generaciones siguientes habrán de conformarse con pasar el testigo sumando aportes relativamente pequeños que les tomarán toda una vida. Es entonces cuando deberán tener ese carácter y esa humildad para verse apenas como uno de los puntos que conforman la recta infinita de esta gran aventura. ¿Dónde estaremos dentro de cien años? ¿Con una base permanente en Marte, cuando mucho?
No sé cómo les irá a los astrónomos manejando sus egos, pero sí sé a quiénes no les va nada bien: a esos ridículamente pequeños líderes supremos, reyes, emperadores y conquistadores de los que habla Carl Sagan (yo agregaría más de un presidente de la actualidad). No hace falta decir cuánto se inflaman esos egos con la victoria y cuánto sufren con la derrota, tanto así que muchos prefieren la muerte antes que el fracaso. Pero qué terrible debe de ser para esos “semidioses” estar en su momento de gloria y saber que la muerte llegará indudablemente; que podrán vencer a todos los enemigos y adversidades, excepto a la muerte.
La muerte es lo único que garantiza el fin del tirano. Y el gran aliado de la muerte es el tiempo, que se encarga de propinar un insulto quizá más grande que la propia insolencia de haberlo borrado del mundo: borrar también su legado. Al final, aquel emperador o supremo líder, con todos sus monumentos y sus frívolos instantes de grandeza, quedará cada vez más atrás en la línea de nuestra historia, que para nosotros es tan larga, pero es tan solo un diminuto segmento de recta en el lapso de vida de nuestro planeta. Y ni hablemos del universo.
No obstante, ahora supongamos que la ciencia y la tecnología lograran las condiciones para alcanzar la inmortalidad, sea con la renovación del cuerpo o con la perpetuación de la mente. ¿Quién podría costear semejante privilegio? ¿Unas pocas personas en el mundo, contadas con los dedos de una mano y sobrando dedos? ¿Uno de estos niños grandes y multimillonarios que están haciendo viajes turísticos al espacio? ¿Un dictador con capacidad nuclear?
Imaginemos a un líder supremo inmortal, que los años y los siglos fueran parpadeos para él, que tuviera la tranquilidad de poder tomarse todo el tiempo que necesite para conquistar y expandirse, para caerse y levantarse no importa cuántas veces, para aprender todo lo que haga falta, para concretar proyectos a larguísimo plazo, sabiendo que casi todos los enemigos que pueda llegar a tener morirán y que su única oposición sería otro ser que tenga el mismo privilegio de la eternidad.
Ahora, imaginemos el crecimiento a escala astronómica del poder y el ego de este inmortal; lo que pasaría si las distancias astronómicas de tiempo y espacio ya no fueran una limitante para él. Imaginemos una guerra entre inmortales de esta magnitud; una guerra de Troya a nivel galáctico. La ciencia ficción ya lo ha hecho.
Sé que me estoy volando demasiado en estas reflexiones, yo que solo voy a vivir unas cuantas décadas, si me va bien; pero deberíamos celebrar, con carácter y humildad, que la muerte nos llegará a todos y que así seguirá siendo todavía por un largo rato. Bendita sea la muerte, que se lleva a los dictadores. Bendito sea el tiempo, que todo lo convierte en polvo. Y que nunca llegue el día en que el ser humano conquiste la eternidad, porque van a surgir los peores tiranos de su historia.
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