Hace más de diez años, escribí La máquina de los sueños (Premio Carmen Lyra, ECR, 2010). Como obra de juventud, tiene sus encantos, los cuales revisito cada cierto tiempo para no olvidar los impulsos básicos del acto de escribir: narrar una aventura, enamorarse de los personajes, juguetear con la redacción y, de paso, hablar sobre la justicia, luchar por el bien, “dejar el mundo mejor que cuando llegué”. Y como obra de juventud, también tiene sus defectos: más que una novela, es un cuento descomunal que alargué para alcanzar la cantidad mínima de páginas de un certamen; la historia es en realidad bastante sencilla y está narrada en unas pocas escenas con demasiado texto: hay un país futurista administrado por una máquina monstruosa que lava los cerebros de sus habitantes para que dediquen sus vidas a lo que la Máquina ordene. Si un joven sueña con ser artista, la Máquina le roba este sueño y le implanta uno artificial de ser ingeniero, contador o algo más útil y productivo. De forma que un grupo de jóvenes, liderados por un misterioso muchacho con poderes mágicos, se rebelan contra la Máquina para evitar que les robe sus sueños. La premisa no podía ser más ingenua y romántica, pero me parecía estupenda.

Muchas cosas haría distintas si escribiera esta obra hoy. En vez del hongo biomecánico monstruoso donde reside el cerebro de la Máquina, describiría una horripilancia brutalista como el edificio de la Asamblea Legislativa. En vez del gobierno pelele y ausente que apenas se menciona, pondría un presidente gritón y farandulero convencido de ser quien manda, pero igual de pelele. En vez del científico cliché con patas mecánicas de octópodo que construyó la Máquina, retrataría a un mocoso de cuarenta años ricachón y tecnócrata. Los robots policías ya no tendrían forma de cucaracha, pero seguirían siendo robots policías. El inspector que persigue a los chicos rebeldes sería menos noir y más fríamente burocrático, pero igual de abyecto, con un ego miserable inflado por servir a la Máquina. Al misterioso joven que lidera a los rebeldes le daría menos superpoderes y más palabras, pero conservaría su liderazgo sereno y amable. La novela misma no sería novela, sino lo que muy en crudo es: un cuento, más fácil de transmitir de boca en boca.

Sin embargo, la premisa, romántica, ingenua, trillada, lo que ustedes quieran, sería la misma; en esencia, la historia no cambiaría, porque es la historia que estamos repitiendo.

Si me permiten parafrasear a Margaret Atwood, en La máquina de los sueños no narré nada que no haya sucedido en la vida real. Ahí está la Máquina, administrándonos oculta detrás de gobiernos peleles. Ahí está, tratando de convencernos de que no seamos artistas o filósofos, de que no perdamos el tiempo, de que no estemos sin hacer nada, de que seamos útiles, de que seamos colaboradores o emprendedores, pero nunca soñadores. Peor aún, ahí está, diciéndonos qué soñar. Nos dice que no leamos otro libro que no sea su propio manual. Nos dice qué son el fracaso y el éxito, lo malo y lo bueno; nos etiqueta, nos almacena, nos pone precio, nos vende o nos desecha si no somos un buen producto. Nos dice qué decir y llama canallas a quienes digan algo distinto. Nos dice en qué creer y nos advierte del castigo por creer en otra cosa.

Ahí está la Máquina; no debería hacer falta una novela de ciencia ficción para verla, sabemos perfectamente dónde está… Pero, pareciera que muchos aún no la ven.

¿Qué va a pasar cuando la Máquina no nos necesite, cuando nos haya sustituido por el ejército de robotitos que ha estado preparando por años, cuando no le hagamos falta ni para mano de obra barata y solo seamos para ella una molestia? Pues, ya hemos visto eso también.

Creo que ese sería otro cambio que haría si escribiera La máquina de los sueños hoy: no tendría final feliz. Tampoco tendría un final trágico. Simplemente, no tendría final, porque la historia no termina; solo se repite.

La repetimos.

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