Las historias de familia tienen una versión oficial y una enorme masa sumergida como un iceberg, cuya punta es lo que apenas se ve, pero que puede hundir muchos barcos de soledades y apariencias, por eso conviene siempre que sea de noche, para que las aguas oculten el volumen de las dimensiones. Las transparencias no han sido nunca aliadas de las premoniciones, ni de las sirenas, ni de la fauna merodeadora de las oportunidades.

El niño que ayer rompió la madeja del miedo y devolvió la ternura que ocultaba en su maletín de nubes, escuchó su voz en el silencio, más allá del abuso y de su falta de seguridad. Siempre tuvo la habilidad de parecer extrovertido, sin serlo, con su humor extraño que disfrazaba su amor por la lectura y su dislexia. Fue bautizado en pólvora y nunca se le hizo raro transitar en lo instantáneo.

El búho blanco de la muerte se llevó a su padre y partió lejos con cuatro raciones de soledad, las cuales comía en los recreos del colegio del repudio donde su sangre era extraída a golpes por ser un adolescente flaco y extranjero. Su acento era neutro, sonaba a voz de doblaje cinematográfico y su piel clara, de rasgos universales, impedían saber si era una entidad humana o una proyección de temores ajenos. A menudo le endilgaban faltas no cometidas, porque, al fin y al cabo, no había chivos en el corral, y las culpas tenían que ser expiadas.

Sentía terror de algunos curas y el miedo predicado en tiempo futuro, sin sorpresa descubriría que ellos también son humanos, una rosa roja en manos de un ser consagrado dedicada a una joven mujer sería el sortilegio de la realidad. En la más bulliciosa soledad cosechaba caridad entre quienes nada podían darle, las manos de los mendigos tenían más riqueza de lo que esperaba. El joven adulto creció en la diferencia amado por Dios, aunque por años nunca lo entendió y oteaba desde un balcón suspendido en un tercer piso, mientras el retablo del atardecer coloreaba en tonos malva la incertidumbre de su mera existencia.

Al llegar la noche, si no llovía, se mojaba por ella, y era mejor si estaba llena, luminosa y serena. La veía con la mirada de un enamorado, pero la sabía ajena. No era que le acompañara, pero tampoco lo ignoraba, simplemente posaba. Ya era un hombre, y a la luna amaba, izaba su cabeza y la miraba, ¡con que intensidad la observaba! No buscando respuestas las encontraba. El frío de la noche le cobijaba, sabiendo que al final volvería al mismo lugar donde nace la nostalgia.

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