En el inicio de mi tiempo, me tomaron una fotografía en el estudio fotográfico de doña Pina Luna, situado frente a mi casa, en la Avenida El Progreso; donde yo vivía, decían que asustaban, era una antigua casona que perteneció a la familia Carrión, yo le tenía terror a la oscuridad, pero mi nana, cómplice silenciosa, a escondidas de mi padre, me encendía las luces cuando papá me obligaba a ir al patio trasero para superar mi fobia.

Aunque algunas noches se escuchaban sonidos que, probablemente se debían al viento, en mi mente infantil eran los aullidos de un licántropo presto a devorar alguna desdichada víctima que caminaba en la madrugada. En esos tiempos, las calles tenían horas de descanso y a veces nadie las recorría. Lo cierto es que a mí me interesaban más dos tortugas de tierra que salían a la superficie cada cierto número indeterminado de años y que supuestamente eran centenarias, no sabía distinguirlas, pero verlas emerger era un acontecimiento y aunque casi no tenía amigos, por lo general   cruzaba la calle para avisarle a Fermín, hijo de doña Perla, nieto de doña Pina Luna, el inusual evento.  Como es de esperar, no tengo ningún registro fotográfico de las tortugas, porque era impensable en esa época disponer de la logística necesaria para ello. Por otra parte, quedarme quieto para el posado no me suponía ningún esfuerzo, ya que era un niño muy tranquilo y, además, le tenía mucho miedo a doña Pina, una señora de armas tomar, pero buena como el pan de los pueblos pequeños, ella se agachaba dentro de un manto color lila pegado a una caja con una especie de tapita y se escuchaba un clic, como por magia, se había capturado una imagen.

Fermín y yo éramos gorditos, por ende, blanco fácil de las bromas escolares y yo tenía el desvalor agregado de ser un lector compulsivo que hablaba en el kínder de los clásicos rusos, al punto que llamaron a mis papás porque no sabían qué hacer conmigo (eso sigue sucediendo, pero sin mis progenitores); hasta dónde sé, Fermín no tenía un papá en casa y yo nunca le pregunté algo al respecto.  En esa época los hombres engendraban hijos como conejos a menudo sin quedarse a cuidar a los cachorros, yo fui afortunado que mi papá no dejó el hogar, pero estoy seguro que no soy el hijo que él quería: espartano, macho, mujeriego, reproductor indiscriminado, entre otras características. La muerte lo liberó de las penas de este mundo cuando yo tenía trece años.

Un día como cualquier otro, Fermín desapareció del mapa, me dijeron que emigró a los Junáis, y nunca más lo volví a ver. Con él descubrí los misterios de la fotografía y también que la infancia tiene fecha de expiración. Lo recuerdo feliz, jugando con un trompo de madera. Varias décadas más tarde, escuché el rumor de que Fermín vivía en Washington D. C. y como yo iba para un congreso a la capital estadounidense intenté contactarlo; entonces mi madre me comentó que lo habían matado en un asalto y le creí. Pero resulta que, lo que realmente sucedió fue que lo asesinó su novio por celos. Confronté a mi mamá sobre esto y me dijo que no me dijo la verdad para protegerme. Hasta el sol de hoy no sé de qué me resguardaba mi progenitora, que Dios la tenga en su Gloria. Yo solo sé que tuve un buen amigo llamado Fermín, que a veces lo pienso, lo recuerdo y no existe en esta historia moraleja, ni sermón. Tengo plena consciencia de que existen misterios en este mundo, y que todo lo que ha sido, con el tiempo dejará de ser, pero de lo que sí estoy convencido, es que las tortugas de tierra aún saldrán furtivas en el jardín lejano de mi infancia.

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