Tengo entendido que, en América Latina, solamente Uruguay y Costa Rica se consideran democracias plenas. El término democracia ha sido muy abusado en cuanto a su significado; se ha utilizado desde una “democracia popular”, como se llamaban a sí mismas las dictaduras de la Europa del Este desde 1945 hasta su caída en los años noventa y en la actualidad, esa nomenclatura sobrevive en China, Corea del Norte o Cuba, por citar algunos ejemplos, y en las mentes onanísticas de quienes aún sueñan en transformar la "falsa" democracia capitalista en democracias populares. El gobierno de Nicaragua se autodenominaba hasta no hace mucho: socialista, cristiano y solidario, su equivalente culinario sería: sardinas con helado de fresa pagado en eslotis (moneda oficial de Polonia).

Los discursos de odio (odium dicta) son tan antiguos como la humanidad, la diferencia radica en que los medios digitales en internet posibilitan su alcance y especialización, así como la creación de una nueva industria de troles a cambio de dinero. La pregunta importante siempre consiste en saber ¿quién paga esos ataques? Al fin y al cabo, no son ciudadanos reales, sino identidades presuntamente anónimas creadas para generar ruido. Un dictador, una empresa, una persona física, puede financiar una campaña de desprestigio dirigida a minar a un Estado, una compañía, un sujeto, o a la institucionalidad de una nación, sembrando mentiras y rumores en una población desprevenida, a través de las muchas fábricas de generación de bulos. Esos son hechos constatables y verificables.

Como bien señala el comunicador costarricense Víctor Ramírez Zamora en el cuaderno de 1996: “Opinión Pública y Democracia”, toda realidad con la que no se tiene una relación directa es una construcción artificial de nuestra mente. La gran mayoría de las realidades de las que nos hablan las noticias pertenecen a ese mundo externo. No sólo las que se tienen con otras naciones, sino también con cualquier hecho ajeno a nuestro entorno. Por ello se ha construido con relativa facilidad la era de la posverdad.

Para el sociólogo francés Alain Touraine, la democracia debe ser comprendida como un constructo teórico con al menos una idea implícita tras su concepto. Touraine, sostiene que la democracia se construye sólo cuando todos los derechos del hombre están garantizados. De allí se desprenden tres dimensiones claves que sostienen a un régimen democrático:

  1. El respeto a los derechos fundamentales.
  2. La representatividad de los gobernantes y ciudadanía.
  3. La limitación de poderes de la élite política.

Pero lo cierto es que en las democracias occidentales es extraño verificar que estos elementos operen con igual fuerza al mismo tiempo.

James Madison, el forjador de la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica —que garantiza el derecho a la libre expresión— captó muy bien el tema de la transparencia en un gobierno:

Un pueblo que desea gobernarse a sí mismo necesita armarse con el poder que le proporciona la información. Un gobierno del pueblo sin información para todo el pueblo o sin los medios para obtenerla no es más que el prólogo de una farsa o de una tragedia, o tal vez de ambas cosas”.

Es que, en una democracia, la verdad es hija de la transparencia. Como señaló, Louis Brandeis, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos de 1916 a 1939, quien afirmó que: “la luz del sol es el mejor desinfectante”.  En una democracia la obligación de la verdad por parte de las instituciones se convierte en derecho de información por parte de los ciudadanos. Pero también es real que todo régimen político, y todo esquema de poder, defiende sus marcos de racionalidad.

El poder democrático es tolerante de esas manifestaciones que pueden ser incluso agresivas y personalmente hirientes en muchos casos derivados del derecho a la información; se espera que los jerarcas de los poderes del Estado, en sus diferentes ramas, soporten estoicamente las críticas a la función que desempeñan, así como que se abstengan de tomar partido y no se manifiesten públicamente respecto a la evaluación a la que están siendo sometidos, todo ello, en aras de preservar la institucionalidad del Estado, con independencia del nivel de precisión de las noticias que se divulguen, ese delicado equilibrio es parte de la medida de madurez de una democracia.

Es por ello que los burócratas investidos de autoridad por la democracia que representan, están obligados a desarrollar una cierta indiferencia frente a las críticas legitimadas por la libertad de expresión. Es evidente, que debe trazarse una línea entre lo divergente y lo insurgente. La “tesis europea” considera que la libertad de expresión debe ser considerada como un derecho semejante a los demás, es decir, necesariamente compatible con el ejercicio de los otros derechos fundamentales, no menos importantes.

Mientras que la llamada “tesis estadounidense”, sostiene que el único derecho sin límites, desobligado a hacerse compatible con los otros, es la libertad de expresión. Mi criterio es que esta última posición supone un error filosófico y político, porque no solo se margina a otros derechos, subordinándolos al principio supremo de la libre expresión, sino que supone que la solución al ultra individualismo es la sublimación de la violencia potencial que el mismo puede aparejar a través de permitir una ultra libertad de expresión, lo que puede acarrear un efecto paradójico. El ejemplo más claro en que puedo pensar es que el asalto al Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021, fue el resultado directo de la libertad de expresión ejercida por grupos (aparentemente) extremistas de la derecha pro-republicana, que habían sido motivados, alentados, coordinados e instigados a través del ejercicio de la libertad de expresión garantizada por la Primera Enmienda a la Constitución estadounidense.

La erosión de las democracias tiene lugar poco a poco, a menudo con pequeños pasos, apenas imperceptibles. Cada uno de ellos, visto por separado, parece insignificante. A menudo se arropan en discursos de legalidad. Muchos se adoptan con el pretexto de perseguir un objetivo público legítimo (e incluso loable), como combatir la corrupción, garantizar la “limpieza” de las elecciones, mejorar la calidad de la democracia, entre otros (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, 2018).

Existen diferentes calidades de medios informativos, y no todos pueden medirse o generalizarse con el mismo rasero; tampoco puede o debe, un jerarca democrático, calificar a la prensa, según le sea propicia o no. Seguir ese sendero, aun de manera impulsiva o colérica, puede marcar la diferencia de un legado y el futuro de una nación.

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