Proust dijo que cuando se echa de menos un lugar, en realidad se extraña el tiempo vivido en ese sitio, lo que es muy cierto. Cuando empecé a salir de la casa familiar y buscar literalmente mi lugar en el mundo, recuerdo que a mis dieciséis años regresé al hogar solariego de Masaya después de un viaje. Mi hermana Daniza reformó completamente con esmero y con el auxilio de un innovador y talentoso arquitecto local nuestra vivienda. Transformó el inmueble en un bello palacete de maderas preciosas incrustadas en la pared, rocas volcánicas de las que manaba agua en posición vertical, bañadas por luces verdes que destacan su origen ancestral. La casa era un laberinto de lo nuevo y lo viejo dentro de un equilibrio hermoso e improbable. Las habitaciones se abrían con ventanas ahumadas color malva y un jardín interior lo bendecía todo. Los colibríes bailaban por la mañana selectas flores, y desde una de las salas era posible ver los romances de las palomas en las tejas del atardecer.

De repente entró ella, e iluminó la estancia con su sonrisa de perlas, me dio un abrazo enorme, tanto que los jazmines de su cuerpo se plantaron en mi memoria, nunca nadie me ha amado tanto y sé que nadie podrá hacerlo así jamás. Me condujo a mi habitación, en mi cama había una cajita de chocolates sobre un cobertor de una tela hermosa que no sé de que estaba hecha y aún sigo sin saberlo, el motivo bordado era un tigre de bengala, exótico, de proporciones exactas y estaba a la par de un manantial, la visión se me nubló, combinación de belleza y asombro. No le pregunté de dónde provenía aquella maravilla, ni qué significaba el tigre con relación a mí, dado que no tenía la menor idea, y hasta ese momento de mi vida yo había sido pacífico y lector. Aunque ya intuía que las tormentas de la dictadura orteguista presionaban los tejidos internos de todo lo que hasta ese momento conocía.

Con los años tuve que sacar las garras, aprender a rugir, ser sigiloso o lo opuesto, literalmente luché por la existencia, como lo haría un tigre; el río de sangre de los estudiantes que manó de sus cuerpos en abril de 2018 confirmó el presagió que había visto sin percatarme muchos años atrás en el río de la colcha.

Los autócratas no perdonan, y como dijo Ai Weiwei siempre que vea oscuridad encenderé una luz, por pequeña que sea. Cuando murió mamá no me permitieron acudir a enterrarla, hacerlo significaba posiblemente la cárcel o la muerte, ella no luchó para que yo me ofrendase a un cruel tirano y a su esposa nigromante. Cuarenta años de ser costarricense no me permiten otra cosa que la democracia, no perfecta, pero democracia.

Ahora que el viento se ha llevado como arena los días que fui feliz con mi madre y mi hermana. Si existe el Cielo están ahí, yo creo que sí, porque cuando toco la cobija que me dio mi mamá algo interno me desgarra como un felino, no sé si es el dolor de no tenerlas o es la rosa azul de su recuerdo.

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