Sophia

— ¿Qué tiene? Le pregunté a la técnica. No me contestó. Me puse nerviosa. Volvió a revisar, a pasar el aparato por la panza de 20 semanas de embarazo que cargaba.

— ¿Ve algo? Le pregunté. No me contestó.

Se levantó, limpió el aparato, y me dijo que ya volvía. Solo me fijé en las botas negras de tacón que andaba ella ese día. Como si no fuera técnica de ultrasonidos, si no alguna ejecutiva de ventas.

Volvió con otra técnica. Hablaron en voz baja. Se fueron a llamar a un médico. Los tres sentados discutieron. Yo no entendí nada, o tal vez no quise hacerlo. No me acuerdo. No lo sé.

A la bebé, (era una chiquita me habían dicho), no se le veía una de las 4 cámaras del corazón, la aorta no era del tamaño que tenía que ser, y había un huequito por ahí también. Eso fue lo que entendí.

Siguieron meses de exámenes y un dictamen: había que operarla al nacer o podía abortarla ya. La operación en Estados Unidos me costaría más de $100,000, pero como estábamos en Canadá, me saldría gratis.

¿Abortar? Nunca se me había ocurrido algo así. Derek, mi marido de 6 años, me volvió a ver y me dijo: usted decide.

Tenía para ese entonces 30 semanas de embarazo, me faltaba poco para parirla.

La operación era compleja, posiblemente necesitaría oxígeno de por vida, nada de viajes en avión o de autonomía. La bebe necesitaría cuidados permanentes. Pero decidí no abortar y seguir con el embarazo, que naciera y viéramos.

Emilio

Años después embarazada de 37 semanas, el ginecólogo se me acercó para darme cita con una cardióloga infantil porque necesitaba más exámenes. La doctora inmediatamente me señaló el monitor y me explicó lo que veía: agua alrededor del corazón y pulmones, que podría indicar una infección, que podría dejar al bebe ciego y sordo.

De nuevo la propuesta: usted puede abortar. De nuevo la respuesta de mi marido: usted decide.

Para Derek, era yo quien tenía que decidir. Si yo no quería seguir con el embarazo, él lo aceptaría, fue lo que me dijo.

Volví a negar el abortar.

Pero la negativa, no fue porque creía que así me mandaba Dios los bebés y debía aceptarlo, o que abortar era matar a un ser vivo y me iría al infierno. Nada de eso entró en la ecuación. Me negué a abortar a dos bebés con serios problemas de salud porque tenía una pareja que hacía de roble y de la que me podía sostener y porque sentí el apoyo incondicional de nuestras dos familias detrás. No aborté porque tuve los medios emocionales, sociales y económicos para no hacerlo y hacerle frente a lo que se viniera, lo que fuera que fuera a ser.

Un chiquito sordo y ciego me dijeron. Yo que soñaba con enseñarles el mundo viajando, yo que quería enseñarles no uno, sino varios idiomas, tendría que cambiar de metas.

— ¿Y si viene con un síndrome? Le dije a Derek.

— ¿Qué? Me dijo. Pues que, si viene con un síndrome, ¿qué hacemos? — Pues nada, me dijo. Lo tenemos y listo.

Así de fácil, así de seguro me lo dijo, que todos los temores que sentía se esfumaron.

Esas frases fueron suficientes para hacerme sentir apoyada y seguir adelante con el embarazo.

Tuve a Sophia en el 2008 y a Emilio en el 2017, y entre ellos nació Thomas en el 2010, sin dilemas.

Si escribo estas líneas, que nunca a nadie le he escrito es porque apoyo el aborto. Y lo apoyo como un derecho humano inalienable, intransferible e indivisible. Y estaré para siempre agradecida con el sistema de salud canadiense por haberme dado la oportunidad de abortar, aunque no lo hiciera.

No lo hice porque no tuve que hacerlo: porque siempre tuve el apoyo para verlos crecer, de mi pareja, de mi familia, y de un estado, el canadiense, que también me hubiera apoyado por la ceguera, sordera de uno, y las necesidades terapéuticas del otro si lo hubieran necesitado.

Al estado canadiense, le estaré eternamente agradecida porque me dejaron decidir a mí. Ellos no lo hicieron, decidí yo tenerlos.

Dios sabe lo muy triste que fueron esos días, esas semanas de exámenes, operaciones, estadías en cuidados intensivos. ¡Dios sabe lo que sentí! Y si me sostuve fue por el apoyo incondicional de mi entorno.

No puedo, sabiendo lo que pasé con dos hijos, y no podré nunca, recetarle a nadie un embarazo no deseado. No me imagino haber enfrentado estas situaciones sin ayuda, sin pareja, sin familia, sin amigos, sin medios y sin un estado apoyador. Habría abortado.

No juzgaré jamás a una mujer en desigualdad de condiciones a las mías. Es más, la entenderé y le tenderé la mano. Porque la diferencia entre ella y yo será de entorno, de pareja, de familia, de amigos y de estado. O quizá, simplemente no quiera parir. No tenemos por qué hacerlo.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.