Uno de los grandes problemas de la Administración Pública (que afecta tanto su eficiencia como su legitimidad) atañe a vosla presencia de varios vicios, que podrían ser nombrados coloquialmente como la dedocracia (sistema por el cual se elige a dedo a las personas que han de ocupar un cargo), el nepotismo (trato de favor hacia familiares, a los que se otorgan cargos o empleos públicos por el mero hecho de serlo, sin tener en cuenta otros méritos) y el amiguismo (tendencia a favorecer a los amigos en perjuicio de otras personas, en especial en lo que se refiere al trabajo); aun si la dedocracia puede ser considerada como la materialización del nepotismo y el amiguismo,  puede adquirir también autonomía cuando a través de ella se procura impedir el nombramiento o el  ascenso de funcionarios públicos que no gozan del favor de aquellos encargados de realizar la designación del titular de determinada plaza.

Si bien los vicios descritos pueden presentarse a su vez en el ámbito de las relaciones de empleo privado, sus consecuencias más funestas —y por ende, más relevantes— atañen al ejercicio de cargos públicos, al hallarse este vinculado a la satisfacción del interés general de la sociedad.

En tanto resultan socialmente reprochables, tales conductas suelen ser disfrazadas en la práctica como el resultado objetivo de un concurso, en el que casualmente los amigos y familiares habrían obtenido las mejores calificaciones pese a no contar con los mejores atestados para el puesto. Opera también en su favor, otro elemento (subjetivo) de gran peso pero de imposible precisión en la práctica: la entrevista de los jerarcas, cuyos criterios de evaluación permanecen en el más absoluto misterio.

Lejos de ser una realidad ajena a nuestro país, Costa Rica vive diariamente las consecuencias de este tipo de vicios: además de la propia incompetencia para el desempeño de las funciones que supone el cargo, no pocos de los que se han visto favorecidos con este tipo de designaciones terminan incurriendo en actos de corrupción, que afectan la confianza de la sociedad en la probidad con la que son ejercidas las funciones públicas y comprometen a su vez el ya debilitado erario público.

Denunciar y luchar contra este tipo de vicios no resulta fácil: quienes ejercen el poder ven en ellos una forma para favorecer a sus amigos y allegados, percibiendo a la Administración Pública no como una organización de la que forman parte tan solo temporalmente, sino como un ámbito que les pertenece en virtud de su status, y en el que las normas jurídicas que rigen la actuación del Estado no resultan aplicables, o lo son solo, en la medida que coincidan con sus intereses particulares; quien denuncie estos hechos, no solo deberá lidiar con las represalias esperables de los jerarcas (quienes ven en tal actuación un cuestionamiento a su jerarquía y a la inmunidad que de hecho detentan en el ejercicio del poder), sino también con las de funcionarios de menor rango, que ven en ellas un mecanismo para lograr el reconocimiento de los primeros, ampliando de paso sus posibilidades de ascenso.

Sin embargo, solo la denuncia valiente y reiterada de tales actuaciones conseguirá que estas dejen de percibirse como normales, posibilitando que la legalidad y probidad sustituyan algún día a la arbitrariedad en esta forma de ejercicio de las potestades públicas.

No es una lucha fácil ni breve, pero si se renuncia a ella la Administración Pública terminará convirtiéndose (sino no lo es ya) en un botín a asaltar cada cuatro años, o cada vez que sea abierto un concurso para alguna plaza en propiedad.

Depende de cada uno que no ocurra así.

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