El mar sacude el cuerpo con las olas provocando experiencias lúdicas; la especie humana tiene memorias inconscientes de su lugar de origen, el contemplarlo es volver al hogar primario, a ese caldo de cultivo, a la sopa misteriosa del origen de la vida. El observar la superficie del agua es como la vida misma, se ignora lo que ocurre por debajo, es el mismo dilema que se presenta ante un presunto mendigo: ¿es realmente pobre o somos presas de un engaño? La confianza es quizá uno de los atributos en peligro de extinción que debería estar en un programa de conservación, aunque su reproducción sea más difícil que la de un pez abisal.

La oceanografía enseña que las corrientes marinas, son grandes movimientos de agua cuyo origen es la circulación de los vientos en la superficie de los océanos. Estas corrientes pueden ser calientes o frías dependiendo de su posición en el Planeta. La dirección de estas corrientes está supeditada al efecto Coriolis, que se debe al movimiento de rotación de la Tierra, y que hace que todo cuerpo en movimiento se desvíe de su trayectoria recta. En el hemisferio norte, la desviación se da hacia la derecha de la dirección del cuerpo, mientras que en el hemisferio sur la desviación es hacia la izquierda. En el caso particular del océano, hay dos tipos principales de corrientes marinas a escala global: las superficiales y las profundas, y dichos movimientos están condicionados por varios factores: temperatura, salinidad, densidad, rotación de la tierra, radiación solar. De las corrientes marinas, que al fin y al cabo es movimiento, depende mucho la sustentabilidad de la vida en la Tierra.

Los primeros humanos en combinar astronomía, navegación, uso del viento y un primer entendimiento de los movimientos acuáticos fueron los egipcios, quienes pasaron del Nilo al que después se llamaría Mediterráneo, aproximadamente en el siglo VI antes de Cristo. Haciendo un símil con otra navegación, hacerse a la mar en lo que ofrece —lo que aún se conoce como internet y que muta hacia otra cosa y otro nombre— implica también lidiar con las corrientes cibernéticas de algoritmos que simulan brindarnos espacios de libertad, aunque tienden a conducirnos a un laberinto que se ajusta a nuestro registro de búsquedas, de tal manera, que el bergantín del “mousse” navega por las aguas de lo mismo, estrechando nuestro mundo y, lo más importante, trazando la ruta del barco, sin que nos percatemos de ello.

Dentro de este espejismo marino, las sirenas de la publicidad se acoplan y cantan sospechosamente a nuestros hábitos de consumo, y la gran mayoría de nosotros sabemos que las “cookies” son el cofre del tesoro para los grandes mercaderes de la información que reditúan los datos personales que entregamos voluntariamente sin necesidad de ser amenazados a caminar por la tabla del barco.

Gilles Lipovetzky, el filósofo y sociólogo francés, lo previno claramente cuando enunció su postulado de los “narcisismos colectivos”, internet brinda la oportunidad de ser casi todo a quien no está preparado para casi nada, a ello, yo agregaría que existe un pseudo sentido de celebridad casi pornográfico en exhibirse en las redes sociales, bajo la premisa falsa que tenemos alguna importancia verdadera, entonces, el consumidor de contenidos genera datos con su propio consumo que se convierte en “información” que no lo es, sino que es mera exhibición de una reducida importancia, que le genera un “soma” (a lo Huxley) de pertenencia al mundo, y peor aún, de una engañosa importancia en el mismo, mientras enriquece a los soportes de las empresas que le venden publicidad personalizada y cotizan en bolsa a través de contenidos inmateriales e intangibles basados en proyecciones especulativas y no en bienes de producción reales que generen riqueza material.

Es decir, las empresas de la posmodernidad apuestan por la auto explotación de la imagen de los usuarios que proporcionan información gratis, mientras se traicionan a sí mismos, aceptando cláusulas de contratos virtuales por adhesión para poder acceder a las páginas o apps donde se rinde culto al hedonismo de sí mismo.

Lo irracional de toda esta historia, es que, cualquier persona, medianamente despierta e inteligente, será vista con sospechas, se le colgará el rótulo de “peculiar”, “problemático”, o “distinto”, porque no sirve al culto de la lógica del sistema, mientras que el consumidor promedio navega desprevenido en su velero al que nombra libertad y escucha la canción homónima de José Luis Perales.

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