Hace unos pocos años, caminaba sin rumbo por Las Ramblas de Barcelona, no pensaba (en esa ocasión) en la inmortalidad presunta de los cangrejos, sino en una conferencia a la que asistí de la catedrática Teresa Giménez-Candela, que, si bien enseñaba Derecho Romano, también era en ese entonces la directora de la Maestría en Derecho Animal y Sociedad en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Hay quienes sostienen que uno siempre llega a los sitios que la vida manda para escuchar y aprender lo que necesita y no necesariamente lo que anda buscando, ese fue el caso en esta ocasión. A mi edad (vamos, no es para tanto), ya no es importante saber mucho, ni tener siempre la razón y mucho menos imponerse sobre los demás, eso casi siempre (la necesidad de ejercer poder), es una llenadera de asuntos muy particulares que cada quien sabrá. Al contrario, cada día acepto con resignación que este pestañeo que han dado en llamar vida, no me alcanzará para cubrir mi curiosidad y además acepto feliz mi estulticia en un abanico enorme de materias. Al llegar a la estatua de Colón, giré a la izquierda y crucé la Rambla del Mar, fui al Acuario de la ciudad y al Maremagnun. En el trayecto, a la derecha, se veía sereno Montjuic (cuyo castillo sirvió de prisión incluso después de la Guerra Civil española). En un momento dado, vi unas caracolas de mediano tamaño asidas a los postes del puerto y recordé la clase magistral de la profesora Giménez-Candela.

Pero antes de comentarles lo que ella nos enseñó, he de escribir que resulta que los caracoles de mar, al igual que los terrestres y de agua dulce, son parientes, son moluscos gasterópodos (clase de moluscos terrestres o acuáticos que tienen un pie carnoso mediante el cual se arrastran; la cabeza es más o menos cilíndrica y lleva en su extremo anterior la boca y en su parte dorsal uno o dos pares de tentáculos; el cuerpo se halla comúnmente protegido por una concha). Pertenecen a uno de los filos animales (filos es una categoría en taxonomía situada entre el reino y la clase) más antiguos del planeta, pues se reconoce su existencia a partir del período Cámbrico. Los caracoles marinos, también llamados prosobranquios, se caracterizan por presentar un cuerpo blando y flexible, además de una concha con forma cónica o en espiral. Existen miles de especies, por lo que se alimentan de distintas maneras, desde plancton, algas, corales y rastros de flora que toman de las rocas, mientras que otros son carnívoros y consumen almejas o pequeños animales. Algunas especies respiran a través de agallas, mientras que otras cuentan con un pulmón primitivo que les permite tomar el oxígeno del aire.

La profesora Teresa Giménez-Candela siente especial predilección por los caracoles, y afirma que no son una plaga, ni una especie invasiva. De hecho, en su lentitud, cargan todo lo que necesitan consigo (sub parvo sed meo), eso recuerda al gran Sócrates cuando pasaba por el Ágora de Atenas y murmuraba que lo que veía le recordaba todo lo que no necesitaba. Yo añadiría que son una casa rodante simbiótica que no contamina y, además, en la medida de lo posible no molestan, ni siquiera a los otros caracoles, salvo para reproducirse (habrá que ver si eso es incomodar). En todo caso, es mucho más de lo que puede decirse del animal humano, siempre con prisa, sumando ruido por donde va, e importunando al prójimo con su mera presencia, (a manera de ejemplo fui a una función nocturna de la película Belfast de   Kenneth Branagh, la sala estaba llena con las restricciones de pandemia y las personas cercanas a mí pusieron audios de música mientras realizaban un foreplay; por otra parte, frente a mí, otros asistentes realizaban brillantes comentarios acerca de la música trap). Tuve que irme a los 12 minutos de iniciada la película y solo me queda la esperanza de que entre en el catálogo de alguna plataforma para poder disfrutarla en plena misantropía.

Giménez-Candela enseña que los caracoles parecen adaptarse con facilidad a lo que tienen, tanto si tienen agua como si no, para lo que sellan la abertura de su concha con moco, que, cuando se seca, forma una sólida membrana llamada epifragma, y así pasan los periodos de sequía o de carencia. Nada más alejado que lo que la experiencia me ha mostrado, el animal humano no está conforme nunca, los calvos quieren copete, los flacos quieren ser recios y por lo general el dinero parece ser el becerro de veneración que no pasa de moda. Sin embargo, también existen similitudes, los caracoles tienen corazón, riñón, pulmones, estómago y hasta ganglios cerebrales, lo que hace que experimenten sensaciones, como las cosquillas (no me pregunte cómo hacerlo). Además, nos dijo la profesora que son muy curiosos, algunos son comestibles (en Francia son muy apreciados a nivel culinario). Por otra parte, su parsimonia sirve para formar desprecio: “sos lento como un caracol”.

Cuando hace poco, la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, en aplicación de la Opinión Consultiva OC-23 y la sentencia Lhaka Honhat contra Argentina, ambas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y la normativa nacional e internacional de derechos humanos ambientales —de carácter supraconstitucional según lo ha establecido la jurisprudencia constitucional— mediante el voto 1754-2021 de la Sala indicada. Ese voto otorgó al león Kivú el estatus de ser sintiente, lo que constituye un precedente importantísimo, porque supera la consideración napoleónica del derecho civil de ver legalmente a los animales como cosas.  De acuerdo con la cátedra de Teresa Giménez-Candela, este voto implicaría que ningún animal estaría excluido de la consideración de ser sintiente, lo que validaría mi negativa a matar cucarachas (por lo que he sido tildado de peculiar, entre muchas razones). Se abren temas de naturaleza ética: ¿qué hacer con las especies que nos son dañinas o ponen en peligro la seguridad alimentaria? No se puede negar que el reconocimiento de la protección de una especie está en relación, la mayoría de las veces, con el rendimiento económico que de los animales se obtiene, pero el respeto por los animales y por sus intereses —lo que constituye el núcleo del Derecho Animal—, no tiene, límites por el tamaño, la belleza, o el uso que se les dé, o por la cercanía mayor o menor con nuestra vida cotidiana. Queda pendiente la articulación del respeto social por los animales, las políticas públicas para hacerlo efectivo y la protección jurídica integral de ellos como seres sintientes, capaces de experimentar miedo, dolor, placer, cosquillas y curiosidad, como los caracoles. El problema somos nosotros, los animales humanos, dioses del caos y la polución, las faltas de respeto y la codicia. Somos la especie que este planeta podría prescindir, pero hemos inventado los discursos que nos justifican para coronarnos reyes de esta selva, a veces con bombas y otras con palabras. No siempre puedo sentir respeto por otro ser humano, pero siempre lo hago por un caracol.

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