La prevención de la rutina y el aburrimiento es uno de los deberes no escritos de la condición humana. Este artículo, aunque no es un divertimento, ni lo pretende, tampoco es una pieza de divulgación científica, pese a que toda la información que contiene es sólida.

A mis 6 años, toda mi ambición se reducía a que mi papalote alzara vuelo entre los vientos impredecibles de la inmensidad de lo azul de los días donde no cabía algo más que la alegría y mi humildad se engrandecía con la vista de dos volcanes, hornos secretos de la Tierra, cuyos secretos aún no me habían sido revelados.

Después de todo, esa es la edad de la Magia, que vive en la mirada de los niños más pequeños no exiliados de sí mismos por las reglas de los adultos. Los cometas se hacían de papel de china y delgadas varillas vegetales, eran multicolores y tenían cola. Lo único que sabía en ese momento, es que Ramón y Cajal, un hombre español muy sabio, descubrió las neuronas, lo leí en un libro de medicina de mi abuelo, eminente médico que no pudo ejercer su profesión en paz por los celos de mi abuela paterna, pero eso es otra historia.

Un domingo en Medellín, durante un viaje, vi decenas de cometas en lo alto de un cerro, y recordé el niño que fui, lo que me hace preguntarme hoy ¿qué disparó mi felicidad? Entonces el adulto que también me habita, contestó: son la dopamina y la serotonina en una orgía juguetona. Porque nuestro cerebro humano que amasa miles de años evolutivos a nivel cognitivo emocionalmente sigue siendo un niño, muy por detrás de los avances científicos y tecnológicos que nos circundan. En sencillo: las decisiones más importantes que tomamos en la vida no son necesariamente racionales, sino que provienen del interior de la región más primitiva de nuestro órgano pensante: la zona límbica, especialmente de la amígdala (almendra en griego).

Los seres humanos somos muy hormonales. La toma de decisiones está conducida principalmente por la dopamina, que es una proteína natural de tipo catecolamina que actúa a nivel tanto hormonal como de neurotransmisión. Forma parte del grupo conocido como “mensajeros alegres”, también denominado sistema biogenético de amino-endorfina, el cual consta de la dopamina, la serotonina y la noradrenalina dado que los mensajes “positivos y felices” son llevados por estos tres sistemas, mientras que los negativos y depresores son transportados por los “mensajeros tristes”, de los cuales no nos ocuparemos en este artículo.

Las neuronas que generan la dopamina en el cerebro trabajan para que nos inclinemos por una u otra opción según la recompensa que esperamos recibir. Sucesivas investigaciones desentrañan la manera en la que las neuronas calculan las consecuencias de las decisiones y los comparan con los resultados reales. De hecho, la industria de la publicidad va muy de la mano con la neurociencia, porque se trata del estimulo que mejor funcione para generar la venta de los productos con independencia si la calidad de estos es proporcional al anuncio que lo promueve.
Para el mundo publicitario, un reloj, un político, un perfume, un vehículo, una cerveza, un país son marcas equivalentes que deben generar una cuota de dopamina en el consumidor y para ello se valen de imágenes, sonidos e incluso olores.

El lado oscuro de la dopamina. Cuando la persona que potencialmente puede comprar el “producto”, está cerca del mismo, (físicamente u online), en una tienda, en una urna de votación, en un concurso de realidad televisivo, o en otro contexto, la dopamina y en menor grado la serotonina entra en acción con base en los estímulos recibidos, por eso es tan importante la trayectoria de las marcas reconocidas, porque además de tener un público cautivo, pueden acarrear nuevos fieles al redil en procura de estatus. Una mayoría de compradores adquiere para ser visto con lo que consume, se ha demostrado mediante estudios varios, que el mero hecho de la compra sube su autoestima en un 17% al menos, la sensación de: “yo me lo merezco” no proviene del cerebro prefrontal, sino de nuestras hormonas en estado de ebullición.

La oniomanía, es la adicción a las compras, es un término creado por los psiquiatras Emil Kraepelin y Eugene Bleuler en el siglo XIX, y que hoy en día sigue muy vigente. Es un tipo de trastorno compulsivo que afecta gravemente a la personalidad, haciendo que pierdan su capacidad de autocontrol y una enfermedad clasificada dentro del campo de los Trastornos del control de los impulsos. Como tal, comparte algunas características con otras conductas adictivas, como la ludopatía, la cleptomanía o la piromanía. Las personas que padecen de oniomanía son más vulnerables a las tendencias que la moda y la sociedad les impone, afectando así a su autoestima y a su comportamiento. Por ello sienten la necesidad de gastar compulsivamente. Una vez que la persona consigue controlar sus impulsos por comprar de forma obsesiva, una sensación de ansiedad y de culpa invade su estado mental. A menudo pasa desapercibido en las esferas más pudientes a nivel económico, pero es causa de verdaderos desastres de endeudamiento constante entre los menos adinerados, quienes suelen ir más allá de sus posibilidades reales de pago. A menudo existe un trasfondo de baja autoestima y necesidad de agrado en quienes padecen este trastorno.

Si le es posible, antes de tomar una decisión de compra, piense en sus hormonas, vuele sus papalotes y vuélvalo a pensar.

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