El movimiento fascista está de alzada, y sucede en cualquier país debido a que las élites gobernantes no atienden adecuadamente a las circunstancias desgarradoras de lo social o a que estas élites políticas (en Costa Rica, el PLN, el PUSC y el PAC) creyeron que a los pobres les encanta comer promesas.

Hace más de setenta años Albert Camus, en su novela La peste, narró la tragedia fascista. Un doctor en Orán encontró una rata muerta en su casa. Aunque inusual el hallazgo, le informa al conserje. Al siguiente día son ya tres las ratas muertas y continúan apareciendo muchas más en los días venideros en toda la ciudad hasta que, por desgracia, comienzan a aparecer pacientes con los mismos síntomas que, en las próximas cuarenta y ocho horas, llevan a la muerte. La negación de la peste (el fascismo) no cambia lo que está sucediendo. Aunque se cambien las palabras, no cambian los hechos... Veamos críticamente algunos de los valores del fascista.

El fascista tiene un espíritu provinciano, es decir, tribal. Se ufana de la ignorancia, de la falta de cultura. Con el desmantelamiento de la cultura, el ciudadano termina siendo un ser humano—masa, y el ser humano—masa no piensa. Deambula sin dirección. Muchos periodistas, sin quererlo, han aportado su cuota en este desastre: noticias copiosas de trivialidad, sensacionalismo y tonterías que el colectivo exige para seguir viviendo. “Las páginas deben llenarse, los periódicos deben venderse” (R. Riemen), nos dicen. Pareciera que los mismos medios masivos entrenan a los demagogos (¡algunos estudiaron periodismo!), alimentando a la gente con simplificaciones a los problemas complejos. Importa en demasía lo trivial: diversión siempre, el mercado cambiante de la tecnología (por ejemplo, de la telefonía móvil), trabajomanía hasta el infarto, el inapresable mundo de la moda, etc. Nos dicen: “No más cultura”, “No más igualdad” o, por lo menos, la única igualdad es la igualdad material —que, por cierto, es inalcanzable—. Los valores del fascista no son un reto, son un inmenso problema que conduce al despotismo de la ignorancia y a la violencia en sus múltiples formas.

La historia reciente nos ha ido mostrando cierto perfil de algunos líderes fascistas. Un fascista muestra sus fervientes emociones, como, por ejemplo, Donald Trump y Jair Bolsonaro, entre otros. Esta psicología del miedo va acompañada por un comportamiento ruidoso y agresivo en su discurso. Se trata de un espectáculo mediático, al estilo del pentecostal Jimmy Swaggart, pero en la política. Estos personajes desencadenan emociones a favor y en contra, y ellos buscan esas emociones en la gente. Sin embargo, su verdadera pasión está en el miedo, y una forma eficaz de producirlo es valiéndose de la religión, pues su matriz religiosa conservadora tiene que ver con la confrontación/polarización política de manera permanente (antes y durante el poder) respecto de una retórica, por ejemplo, pro vida.

A lo anterior se suma, por ejemplo, la opinión de acabar con la inmigración ilegal, como lo hizo don Carlos Avendaño, y la bancada legislativa del Partido Restauración Nacional, en declaraciones a la prensa nacional el 26 de julio de 2018. Dijeron que se debía controlar la inmigración nicaragüense, tan nefasta como “la situación fiscal” del país, para restablecer la soberanía. La idea no progresó, por suerte, pues, claro está, nadie escoge ser inmigrante y nadie es ilegal, sino persona indocumentada, concepto muy diferente a ese prejuicio ideológicamente infame (xenofobia).

Si bien el fascismo a la tica no tiene el fuerte tinte del supremacismo blanco norteamericano, podría decirse que la versión costarricense más bien juega con el supremacismo religioso (Partido Restauración Nacional y Partido Nueva República), pues los pentecostales han considerado inferiores religiosos a los católicos —ya sin el pedigree de la gracia—, a los budistas —por distorsionar la idea del monoteísmo occidental—, y a cualquiera otra creencia religiosa que no comulgue directamente con sus creencias religiosas. Es decir, el supremacismo religioso pentecostal (aristocracia religiosa y tiránica) busca aplastar a las demás religiones sin ningún pudor. (Por otro lado, cada quien hace lo propio por lograr la salvación, y la pobreza, según ellos, es el justo castigo a la ineficacia. Es decir, más patriotismo abstracto sin responsabilidad social.)

Además, en Costa Rica, la jerarquía católica convocó el 2 de diciembre de 2017 a los grupos cristianos a la Marcha por la Vida y la Familia. Confirmaron su asistencia Mario Redondo y Fabricio Alvarado, en un intento por detener el liberalismo político sobre el aborto. La medicina resultó peor que la enfermedad: su discurso político alarmista dividió al país (polarizó) por medio de la coordinada manipulación de las emociones. (No resulta creíble que los aspirantes presidenciales actuales (2022) del PRN y del PNR quieran ahora desmarcarse de ese discurso emocional alarmista y polarizante que ellos mismos alimentaron con sus creencias.)

Ciertamente, los partidos costarricenses conservadores son republicanos, esto es, aceptan el “juego democrático”, pero se sienten llamados (por su dios) a imponer sus ideas sobre distintos temas por el simple hecho de creerse ‘llamados’ (¡!). Esto es excluyente políticamente, pues se apropian de las estructuras democráticas para socavar la democracia, y usar la Asamblea Legislativa para legislar desde sus creencias religiosas, de tal modo que el andamiaje político de ellos coopta la agenda legislativa: solo se aprueba aquello que ellos quieren, nada de derechos humanos, pues detener los procesos civiles de reconocimiento de derechos también lo asumen como un mandato (¡!) de su dios.

Finalmente, a los fascistas les gusta más la aclamación (¡coronación de los elegidos!) que la elección democrática, pues más que ofrecer soluciones o ideas —que deben ser debatidas— a los problemas del país, piensan antidemocráticamente en su coronación como solución, anticipo ineludible de la implantación de una anacrónica teocracia. Los fascistas no necesitan partidos democráticos, solamente un líder autoritario y seductor al que se le puedan atribuir instintos superiores, que sea seguido y obedecido irracionalmente por las masas.

Los costarricenses no tenemos que terminar la historia, sino crearla humildemente. El fascista no enriquece ni la vida ni la historia, las drena.

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