La pandemia generó en el mundo la crisis educativa más grande de las últimas décadas. El más reciente Estado de la Educación detalló la dimensión de la crisis en la que estamos. En Costa Rica, apagamos la educación cuando ya estábamos arrastrando deficiencias estructurales por décadas. La fibra más elemental de protección y de bienestar colectivo, la educación, está en su momento más frágil; y cada día que pasa es una oportunidad perdida para movernos a la acción.

La calidad de educación está muy deteriorada. Vivimos en un país donde muchas personas adultas no tienen el título de bachillerato. Este título en sí, parece valer cada vez menos como herramienta de evaluación de aprendizaje. Las universidades deben hacer procesos de adecuación para cubrir el conocimiento que se debió de haber aprendido en la enseñanza básica, las madres y padres de familia denuncian que sus hijas e hijos en cuarto grado no saben leer. En este contexto, digno de una novela distópica, continuar en el sistema educativo no significa aprender.

Tomémonos un minuto para dimensionar lo anterior: en nuestra realidad actual la escolaridad no necesariamente significa aprendizaje. Las desigualdades están tan institucionalizadas que la exclusión, la pobreza de aprendizaje y demás obstáculos para aprender están dentro del sistema. Si ya estamos en la post verdad, no estamos enseñando a leer bien y le sumamos un apagón, ¿qué sigue? La economía, la seguridad, la democracia, el espíritu mismo de nuestro futuro está en peligro. ¿Qué será de nuestro país en 20, 30 años? Y en este contexto, ¿dónde está el sentido de urgencia?

Necesitamos entrarle a las estructuras del sistema educativo que nos han llevado a este punto. Eso implicaría una reforma educativa integral. No va a ser una solución sencilla a corto plazo. Durará más de una administración y reunirá al Ejecutivo, con el Legislativo y todos los actores del ecosistema de educación. No se trata de entrar en dinámicas donde unos señalan a los otros como los verdaderos culpables, mientras la educación se queda igual. Todo lo contrario, necesitamos acuerdos entre sectores, poderes y actores de todo el sistema educativo para lograr que cada una de las aulas del país sea un espacio de innovación, creatividad y pensamiento crítico. Todos los actores deben darle el lugar de privilegio social que la educación demanda.

Además, con urgencia, mientras se da el cambio a largo plazo y de estructura, no se puede perder de vista los estudiantes de hoy. Para empezar, necesitamos medir qué es lo que está pasando con el aprendizaje en el país. Es decir, pruebas estandarizadas. No hay plan remedial, ni estrategia de regreso a clases que pueda ser construida con la precisión necesaria sin medir. Sabemos que en todos los países la pobreza de aprendizaje aumentó en la pandemia. En América Latina estaba en 53% y se proyecta que estos cortes pueden aumentarla en 10 o 15 puntos más. Es decir, podemos estar llegando a una realidad donde el 70% de los niños y niñas de 10 años no puedan leer un texto simple. Esta medición es un piso mínimo, muy bajo. Deberíamos de poder organizarnos para disminuirlo por completo.

Hagamos las dos cosas. El último estado de la Educación llama a un Acuerdo Nacional por la Educación. Necesitamos poder cambiar el sistema en sí, pero no perdamos de vista que hay personas con necesidades urgentes de aprendizaje ya.  La vida de nadie espera a que nos organicemos como sociedad. Nuestro futuro llama a que nos importe. Que nos mueva el sentido de urgencia para trabajar en conjunto por la educación. La alternativa es demasiado horrorosa para permitirla.

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