A juzgar por múltiples manifestaciones públicas —en los medios, en el parlamento y hasta en la calle— se podría creer que Costa Rica está inmersa desde hace un par de décadas en un conflicto que enfrenta a neoliberales contra estatistas. Y así es, pero es un pseudo-conflicto.
Y lo es porque si uno analiza con serenidad la situación se da cuenta que, más allá de las descalificaciones recíprocas que unos y otros se hacen, lo cierto es que estamos empantanados en una situación que no se resuelve, ni a favor de un libre mercado con mínima intervención estatal, ni a favor de una economía fuertemente regulada y que, incluso, podría contemplar nacionalizaciones de actividades privadas. Y no se resuelve porque los diversos actores parecen estar satisfechos con el estancamiento en que nos encontramos, en la medida en que todos ellos están sacando provecho particular de la situación. En vez de colocar el interés general del país de primero, cada grupo se aferra a los privilegios y prebendas conquistadas, ninguno acepta ceder ni un ápice y, por encima de su pretendido enfrentamiento, más bien terminan haciéndose concesiones recíprocas.
El verdadero conflicto que vive Costa Rica no es entre neoliberales y estatistas; sino entre las cúpulas sectoriales (empresarios, sindicalistas del sector público, cooperativistas, universidades públicas y hasta la Corte Suprema de Justicia) y el resto de los costarricenses. Porque hasta el momento, cada uno de esos sectores se está beneficiando de prebendas y privilegios que se reparten entre ellos, a costa de la prosperidad y del bienestar general de la población. No es de extrañar entonces que líderes de esos sectores se esfuercen por hacernos creer que están enfrentados para defender el interés general, cuando en realidad enmascaran una situación en la que cada uno de ellos obtiene privilegios y ganancias. Los empresarios en forma de subsidios, incentivos, créditos blandos, condonaciones, etc. Los empleados públicos con salarios por encima de la capacidad real del país, inamovilidad laboral, ausencia de verdadera evaluación de desempeño y privilegios en temas como cesantía, vacaciones y otros. Los cooperativistas gozan de un régimen especial y a ellos se han trasladado miles de millones de colones, muchos de ellos dilapidados en proyectos fracasados. Las universidades públicas han consolidado un régimen de beneficios y privilegios para sus empleados de más alto rango, incluyendo pensiones exorbitantes para personas que jamás cotizaron para ellas. Y el Poder Judicial, convertido en juez y parte, funge como el principal guardián de sus propios privilegios.
Y mientras esas cúpulas siguen succionando los recursos del país —y al parecer lo seguirán haciendo hasta dejarlo exhausto— nosotros, los ciudadanos, que somos la inmensa mayoría, solo podemos ver con impotencia —y un grado creciente de enojo— como nuestra calidad de vida se deteriora cada día. E igualmente vemos con alarma que nuestro sistema político se muestra cada vez más incapaz de conectar con las ansias y aspiraciones de los ciudadanos, de manera que pueda generar políticas públicas eficaces que beneficien el interés colectivo, y no solo el sectorial. La veintena de candidatos a la presidencia es prueba elocuente de la crisis de representación política que vivimos.
Sólo podremos superar esta situación cuando emerjan líderes políticos, empresariales, sindicales, cooperativistas, académicos y, en general, de la sociedad civil, que tengan el coraje de poner los intereses generales del país por encima de sus intereses particulares. Y cuando nosotros, los ciudadanos, finalmente abramos los ojos y rehusemos seguir como rehenes de este pseudo-conflicto entre neoliberales contra estatistas, del que solo las cúpulas sectoriales sacan provecho.
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