Si ya era difícil escoger entre dos candidatos presidenciales, ahora la lista va por 25 (al día que escribí este artículo), y cada día salta uno nuevo. Será la tercera vez en mi vida que votaré; me siento como en un carnaval, donde todos gritan, gesticulan y me aturden.

Nadie decidirá por mí. El 6 de febrero del 2022 iré a votar temprano. Soy una joven consciente de sus deberes cívicos, de sus derechos y de que el voto es libre, secreto y soberano.

Pero en este variopinto tsunami de pretendientes, hará falta una buena memoria para recordar ahí —en el recinto— los nombres, banderas y caras de esa colección de nuevos y viejos políticos.

Falta menos de un mes para el 6 de octubre, momento en que el Tribunal Supremo de Elecciones, dará el banderazo de salida a esta “maratón”, que promete, no ser la mejor, pero sí la más numerosa de la historia nacional.

Aunque soy una mujer joven, profesional y decidida, debo confesar que esta vorágine electoral genera, en mí, preocupación y desconfianza.

El padrón electoral para el 2022 será de 3,5 millones de votantes. Entre aspirantes presidenciales y legislativos suman unas 75 agrupaciones políticas; digo esto porque la mayoría no son ni partidos formales; se parecen más a disonantes grupos de entusiastas.

Aunque los ciudadanos pagamos la campaña electoral, por la vía de la deuda política, es válido preguntarse de dónde saldrá el dinero previo, que financiará a estos candidatos, quienes solo tendrán derecho a reembolso de sus gastos si cumplen con las disposiciones establecidas por la ley.

Y sumemos: los voluntarios, los expertos en todo tipo de asesorías, los programas de gobierno, todo lo que se necesita en logística para el día de la elección, la prensa no dará abasto para entrevistarlos y oír sus ocurrencias.

A mí todo esto me tiene agobiada, por la seriedad de la decisión que debemos tomar, sobre todo los jóvenes, porque se trata de elegir quién conducirá los destinos del país en pleno siglo XXI.

Si queremos un cambio no podemos dejar las elecciones al azar; debemos prepararnos, estudiar, informarnos de quién podría tomar este país y arreglar el desastre heredado por los políticos de los últimos años.

Hay apatía, ya no creemos en nada ni en nadie, estamos cansados y hartos de lo mismo, pero tampoco podemos dejar que otros elijan por nosotros, porque si esto pasa, no podremos reclamar ni exigir a los gobernantes.

Todos queremos cambios, pero no nos gusta hacer nada, nos quejamos, hacemos memes y nos encomendamos a Dios; los ticos hablamos más de lo que hacemos.

Los añejos políticos morirán en pocos años, y quedaremos la gente joven, pagando la factura de sus despilfarros y las ventajas que ellos heredaron a los miembros de su clase política.

Tengo la esperanza de ver a mi país levantarse de las cenizas, estoy cansada, como joven, de ver todo lo que le han hecho a Costa Rica. Nos robaron la esperanza.

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