Nunca fui aficionado a los videojuegos, lo último que recuerdo de ellos fue Space invaders, que es lo que hoy llaman vintage. En la historia humana la distancia para matar se fue agrandando, en el cuerpo a cuerpo de las armas primitivas, pasando por las hachas, cuchillos y espadas, la proximidad y la emoción eran necesarias para causar el resultado. Con la aplicación de la pólvora a la armería, el trecho entre los contrincantes se fue haciendo mayor, al punto que hoy en día un dron no tripulado mata desde miles de kilómetros de distancia del lugar donde se pulsa el botón a donde mana la sangre y explotan los cuerpos. En lo simbólico, esta aparente separación entre causa y efecto, y entre acto y sentimiento, produce un cierto desapego en la realización del evento, lo que se asemeja a un videojuego, solo que, a diferencia de lo lúdico, en la confrontación sí se produce un cambio en la realidad externa del mundo. La fenomenología de la aniquilación es un racimo de posibles explicaciones, a veces sin razones válidas.

Lo que hoy llaman Bullying o acoso escolar, no existía como concepto, ni era parte del vocabulario de mi generación estudiantil. Estaba muy “normalizado”, casi diría que era parte del programa no oficial de estudios. En la escuela me rompieron una lonchera de metal ligero en la frente que tenía estampados de Juan Salvador Gaviota (novela de Richard Bach), por hablar con mis compañeros de un libro que me tenía obsesionado en ese momento: “Los hermanos Karamazov” de Fedor Dostoievski. La niñez no tiene filtros para la crueldad ni para la ternura.

Quiero hablarles de una familia en el año 2021, la hija vive, tiene síndrome del Savant, que siendo reduccionista se puede definir como una persona con trastornos mentales y que, pese a sus discapacidades físicas, mentales o motrices, posee una sorprendente habilidad o habilidades mentales específicas, en este caso orientado a las matemáticas, y se encuentra dentro del espectro autista. La madre, también está viva, es una mujer emprendedora, y autogestiona un negocio familiar que funciona pese a la pandemia. El padre, murió la semana pasada de una sobredosis (aparentemente no intencional) de la mezcla de licor y pastillas para dormir, nunca superó el suicidio de su hijo hace una década cuando el menor tenía diez años de edad y en la escuela lo acosaban por sus excelentes calificaciones e inteligencia por encima del promedio. Su padre lo encontró colgado en su habitación ya fallecido. El colegio bilingüe y de alto coste se desligó de toda responsabilidad y sus compañeros actualmente siguen con sus vidas.

Las palabras también matan, a veces de manera casi inmediata, otras a mediano o largo plazo. El odio es un virus larvado que no se cura con medicina, pero puede también prevenirse con educación.  Los niveles de sensibilidad de cada persona varían, y no todos hablan a tiempo para poder prevenir el suicidio. A este niño le decían browner como insulto, término que en inglés callejero se originó a comienzo de los años 80 del siglo pasado en Estados Unidos y Canadá, que probablemente se deriva de brainer o cerebrito, describiendo a alguien que es extremadamente inteligente en el colegio y que obtiene altas calificaciones, un browner puede también ser un nerd o un geek (pero no necesariamente).

Podría pensarse que esta narración es una tragedia burguesa comparada con las realidades horripilantes que se viven a diario, y posiblemente, en términos comparativos lo es, pero el común denominador es el odio, ese sentimiento generalizado como el fuego que se propaga gratis y se obtiene de manera fácil. Cuando viene de un enemigo declarado o de una persona ajena a nuestros sentimientos, el odio es un misil. Pero cuando proviene de manera inesperada de quienes confiamos, de un amigo o de un familiar, el odio es una daga pequeña que se clava en el corazón.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.