(a mi mamá que estás en transición)
En la calle del Colegio Salesiano, en la década de los años setenta del siglo pasado, a veces me atrapaba una lluvia torrencial, y la calle se convertía en un río de pinolillo que arrastraba todo a su paso, incluso a veces desprevenidas gallinas, o los más insólitos enseres.
Los truenos eran prueba de una mudanza general allá arriba y las nubes lucían oscuras y maltrechas. Dios no toma licor, pero sí existen ángeles borrachos. Entonces era cuando quedaba absorto viendo los estantes antiguos de madera y vidrio de la pulpería de Olinto Valle, llenos de chuchería, dulces artesanales, objetos de diversas formas y colores, muchos colores. El mundo dejaba de existir en mi cabeza de niño, y todo ese espacio lo ocupaba la fantasía que me sentía capaz de generar con mis años cortos. El lugar era un circo de alegría y el temporal que caía, disparaba sus ráfagas de metralla contra las tejas de barro como si tocara una marimba ancestral y típica.
No existe una sola inocencia, son muchas y se van quedando rezagadas en el camino, paso a paso, algunas las dejamos olvidadas en una mesa y a otras las fusilan. De flores a olores descubrimos que la vida se torna en muerte, hay decesos que sorprenden y otros son salvación y remanso.
Muerte y vida bailan un tango sobre una tarima con las patas flojas, que se deshilacha a diario, y sin Penélope, los amores reales se esfuman de los anaqueles. Y va quedando el cascarón de las posibilidades aparentes.
Uno se va dando cuenta que empieza a echar de más, en el preciso momento en que la gente ya no te echa de menos. En un suspiro largo, pausado, se cierran los ojos, se abren. Te mojas porque ha comenzado a llover y observas que los estantes están vacíos.
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