No es la primera vez que inicio un artículo con aclaraciones, no es de mi agrado, pero a veces resultan inevitables. Los seres humanos del siglo XXI seguimos siendo parte del Reino Animal, de hecho, a nivel genético nuestras diferencias con otras especies animales son prácticamente irrelevantes. Aunque soy creyente, la evidencia empírica ha demostrado que no podemos (ni de lejos) ser lo mejor que Dios haya creado en la biodiversidad, nuestros hermanos animales nos superan en casi todas las medidas que podamos imaginar. Y nosotros, lo que es un cliché deplorable, somos los únicos capaces de modificar el clima planetario y eventualmente autodestruirnos por las ficciones que inventamos para convivir (léase el dinero, el poder, la producción, entre otros).

Los zoólogos, antropólogos y psicólogos evolutivos, concuerdan que nuestra diferencia, en el punto de separación con los demás primates superiores, fueron el lenguaje (y a partir de la sofisticación de este) la capacidad de trabajar en conjunto bajo sistemas de creencias comunes sobre una base real o imaginada como grupo. A medida que el lenguaje simbólico se perfeccionaba, los humanos extendíamos la confianza a grupos mayores de individuos con base en una espiritualidad compartida, la religión, las imágenes devotas, la patria y su bandera, los logotipos y marcas de gran éxito o incluso la adscripción a un grupo musical o a un equipo de fútbol, estos ejemplos, los suele citar el genial pensador israelí Yuval Noah Harari, para ilustrar su hipótesis de la existencia de motores de cohesión social de media y gran escala.

Personalmente quiero contarles una historia en paralelo entre dos especies que son muy similares: el ser humano y el chimpancé. Los chimpancés, por ejemplo, constituyen “familias” de hasta 55 ejemplares y dedican el 20% de su tiempo a interacciones sociales, sobre todo táctiles y en pareja. Básicamente se dedican a quitarse los piojos y pulgas, esta actividad los calma y les da sentido de identidad como grupo. Los chimpancés no son tan pacíficos como los bonobos (chimpancés enanos) que resuelven sus diferencias grupales mediante el sexo, sino que los primeros al encontrar a otro clan, pueden entrar en batallas sangrientas utilizando armas como palos y piedras. La historia enseña sobradamente que la paz es como una siesta entre guerras en la humanidad, y es imperativo reseñar que en el libro “Grooming, Gossip, and the Evolution of Language” (1996), escrito por el profesor Robin Dunbar, nacido en Liverpool en 1947, antropólogo, psicólogo y biólogo evolucionista, profesor de Oxford, sugiere que la práctica de hablar de rumores y eventos personales en la vida de los demás es una herramienta  importante para el orden y los vínculos sociales. De tal manera, que los rumores y el cotilleo, es una forma de entretenimiento humano en que se habla de los demás en todo tono posible, y obedecería a la necesidad de establecer intimidades y, a la vez, conocer la actitud de los miembros de la comunidad en conversaciones cruzadas para crear alianzas y otros vínculos. El chismorreo, y la maledicencia que conlleva, no serían así, para Dunbar, desviaciones de la buena conducta social o un efecto amargo de vecinos insoportables, sino la amalgama que sustenta la confianza dentro de las comunidades humanas y define a la sociedad. Conviene precisar que el término “chisme” originalmente no tenía ese significado peyorativo, explica Dunbar. Simplemente significaba la actividad que una persona realizaba con personas cercanas a ella.

Estas ideas evolucionistas del chismorreo con relación a la cohesión social tienen muchos detractores y también apoyo en el mundo académico, pero Dunbar insiste en que el rumor o chisme es el equivalente a las caricias y acicalamiento entre nuestros parientes primates. Pero el Homo Sapiens cambió las caricias de limpieza por el lenguaje, con la finalidad de poder hablar y chismear y simultáneamente poder hacer otras cosas. Los estudios científicos apoyan esta teoría socializadora de las habladurías. De hecho, diariamente las personas ocupan el 70% de sus conversaciones en chismes. No hay que avergonzarse; el chisme se da desde tiempos muy lejanos; es una forma de decir las cosas, de inventar, de agregar palabras propias, de distorsionar y contar historias, así fue como el Neanderthal superó al Cromañón, a través de la narrativa. El chisme atrapa la imaginación de los participantes; espacios parlanchines y de silencio; en donde el receptor permanece estático y mudo, ante el poder narrativo del chismoso. El cotillero va cargado y pintado de nuestros temores y esperanzas o angustias de nuestro tiempo. La ficción literaria, teatral y cinematográfica son descendientes del chisme humano, la idea va desde entre entretener, hasta unir propósitos en una propaganda descarada. El arte revive relatos mitológicos creados por el hombre, creaciones que alguien se figuró, es decir un chisme cimentado por siglos que nos encadena o nos libera. Las implicaciones de lo escrito en esta pieza exceden la misma, pero se tiran migas de pan para que cada quien extraiga sus propias conclusiones, y quizá pueda llegar a cuestionarlo casi todo.

El poder del chisme es tan fuerte que cambió para siempre la forma en que nos comunicamos con el advenimiento de las redes sociales y el Big Data, si la información es poder, nunca fue tan cierto como hoy el fabricar una imagen a la medida para mostrar la cara más amable de nosotros mismos, es fácil, pero para poder hacerlo, entregamos (sabiéndolo o no) nuestra privacidad a las grandes empresas que tienen nuestra verdadera identidad en la nube de las galerías con nuestros verdaderos retratos, al punto que Dorian Grey podría ser un galán en comparación a lo que se trata de ocultar a los demás y generar un chisme para distraer la atención de los semejantes.

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