Con tristeza y profundo desasosiego empieza a resultar habitual —hoy casi abrumadoramente un asunto de todos los días— que en la discusión de temas que por su transcendencia sobre el destino y el bienestar de los habitantes deberían conducir a debates y toma de decisiones serios y responsables; la ignorancia, el oportunismo y las vanidades personales y de la tribu terminen volviendo cada vez más evidente la crisis profunda de liderazgo y, sobre todo, el déficit de política y de convivencia democrática que amenazan seriamente nuestras posibilidades de progreso social y económico.
En los últimos 25 años se suceden uno tras otro los ejemplos. Hoy el turno le corresponde al debate alrededor del ajuste en las finanzas gubernamentales en el marco de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Asegurar, con prontitud que los presupuestos públicos sean financiables y sostenibles en el tiempo no es sólo imperativo para la estabilidad de la economía, sino que sobre todo para poder aspirar a un crecimiento más saludable y a la recuperación de la capacidad del Estado a través de las políticas públicas, de satisfacer las demandas legítimas de los habitantes.
Lejos de estar a la altura de la responsabilidad que se tiene entre manos y de las implicaciones que fallar en esa tarea podría implicar para las personas, en especial las más vulnerables; los actores políticos dan muestras de una miopía pasmosa y de una descorazonadora aritmética electoral de suma cero, que no hace más que evidenciar la falta de empatía y el poco interés genuino por el bienestar y las oportunidades de las personas a las que dicen —cada vez más oportunista e hipócritamente— representar.
Así, durante los últimos meses los habitantes han sido testigos silenciosos y, aparentemente, impotentes —pero cada vez más cabreados y con un peligroso descreimiento en la capacidad de la democracia para responder a sus demandas— de una seguidilla de torpezas, posiciones irreflexivas y muestras de la ausencia de un interés genuino en la colectividad por parte de los diferentes actores políticos.
La lista resulta, por interminable y porque ningún actor político relevante escapa a figurar en ella, triste. Figuran en ella, largos meses de dudas y vacilaciones del presidente Alvarado para tocar la puerta del FMI en busca de financiación, la lentitud y desidia con que los ministros de Hacienda y de la Presidencia impulsan partes fundamentales de la estrategia de ajuste como son el componente tributario y de reducción de exoneraciones y decisiones que, aunque de resorte exclusivo del Ejecutivo y del mandatario —como es el caso del nombramiento del representante del país ante la OECD— tienen implicaciones políticas profundas, que resulta inaudito que no se prevean, al ser vistas como provocaciones y alimentar, justamente, los más básicos, destructivos y primitivos instintos de nuestra política: la vendetta y la estrategia de tierra arrasada que, aún hoy, para algunos resulta aceptable si de obtener algún rédito electoral o político de corto plazo se trata.
La oposición política tampoco salva de aparecer en la infausta e infame lista. Posiciones esquizofrénicas que sólo pueden atribuirse a la ignorancia o al oportunismo han abundado en candidatos presidenciales, líderes de partidos políticos y en los diputados, incluyendo, algunos ruidosos miembros de la díscola fracción oficialista.
El uso de falsedades y mentiras, del filibusterismo legislativo para vetar al proceso de toma decisiones de las mayorías, el servir de cámara de eco y, peor aún, de instrumento legislativo de grupos de interés, posturas cargadas de incoherencia e incongruencia —como por ejemplo, votar afirmativamente el contrato de préstamo con el FMI y acto seguido decir que se opondrán totalmente a las reformas que forman parte de su condicionalidad— y recurrir a la amenaza y el chantaje aprovechando lo que no se sabe si se trata de torpezas o provocaciones del Ejecutivo deberían ser vistos, sin ambages ni eufemismos, como comportamientos políticos inaceptables.
Mientras este sainete y circo continúan, la ciudadanía mira expectante y acumula cada vez más indignación y desconfianza en las formas de representación democrática y en los actores políticos. Además, los problemas presupuestarios se acumulan amenazando, en el mejor de los casos, con más años de lento crecimiento y vulnerabilidad financiera y, en el peor —pero no impensable— de los escenarios con una crisis de solvencia del Estado, un cóctel explosivo sin duda si se le añaden a ella problemas de gobernabilidad y en el sistema político. Se están creando, mientras las partes se enfrascan en batallas interminables y se desgarran mutuamente, despreocupada e irresponsablemente, las puertas a las alternativas populistas, que usualmente aprovechan estas oportunidades para alcanzar el poder.
No es el momento para jugar con fuego. A pesar de los espacios de financiación recuperados gracias a la confianza generada simplemente por tocar a la puerta del FMI, las finanzas públicas siguen siendo precarias y muy vulnerables; si no es pensando en el bienestar colectivo —como debiese ser lo correcto— tanto el Ejecutivo como las fuerzas políticas que aspiran a formar gobierno deben entender que están jugando a lanzarse, entre ellos, una bomba de relojería apostando a que no estallará en sus manos.
La otra moraleja de esta triste historia de incapacidad para alcanzar acuerdos y de una política capturada por intereses particulares que relata el país debiese ser, de cara a las elecciones del año próximo, que no debería, tampoco, dársele cerillas a niños mimados.
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