El Estado laico es la reivindicación social pendiente en la Costa Rica del siglo XXI, pues es garantía de igualdad plena entre los y las costarricenses; es un marco normativo con el respeto como fundamento, y, por lo tanto, una herramienta para hacer la paz en medio de la crispación social que pueda existir con motivo del uso de elementos religiosos para la evocación de consignas sociales y políticas, al extinguir la posibilidad de usar los recursos e instituciones del Estado para esos fines.
Con el Estado laico tendríamos una herramienta de paz social, pues todas las personas habitantes y con derechos plenos en un territorio común, son objeto de los mismos derechos y de las mismas obligaciones, pues un Estado laico no es la ausencia, o prohibición del ejercicio de la libertad religiosa, sino la garantía de que todos puedan hacerlo, bajo las mismas condiciones, las mismas libertades y sin privilegios o patrocinios por parte del Estado.
Esa igualdad plena, como reivindicación social, es también la última emancipación pendiente del proceso de independencia de Costa Rica, que tras 200 años permanece inconcluso al mantener vigente a la única institución con raigambre colonial que sobrevive hasta nuestros días: El Estado confesional.
Para la investigadora, Idalia Alpízar, “Un estado es confesional por cuanto profesa una religión determinada, a quién le concede un lugar de privilegio entre las otras religiones y asume el deber de contribuir con su mantenimiento”. Tal y como lo señala el artículo 75 de la Constitución Política de Costa Rica: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento”.
Este Estado confesional es una herencia de la Constitución de Cádiz de 1812 que establecía en su artículo 12 la religión oficial de la nación española, herencia que Costa Rica arrastra como grillete desde su independencia del imperio español hasta nuestros días, representando un anacronismo en sí mismo.
Sobre este particular, el Director del Programa del Estado de la Nación, Jorge Vargas Cullel, ha manifestado que:
Nuestra Constitución Política debiera definir el carácter y la arquitectura democrática del Estado de la mejor y más congruente manera, removiendo las intrusiones arcaicas (así como se removieron las antidemocráticas). Habida cuenta de la pluralidad social, confesional y política en nuestra sociedad, al Estado costarricense debe exigírsele en materia religiosa una meticulosa neutralidad: nada más, pero nada menos. La religión oficial simplemente no calza, crea desventajas”.
Esas desventajas quedan en evidencia, en primer lugar, al establecer castas sociales por motivos religiosos, al calificar como “oficial” a una religión y por consiguiente como de segunda categoría a las demás. ¿En qué nivel de dignidad quedan los y las costarricenses no católicas?
Además, esas desventajas también se traducen en beneficios fiscales, trasferencias presupuestarias, leyes específicas y ayudas políticas, aunque desde la administración pasada las transferencias presupuestarias justificadas en el artículo 75 de la Constitución quedaron en cero, la religión oficial mantiene transferencias desde el Ministerio de Cultura para la manutención de más de 60 inmuebles de su propiedad, usados para fines religiosos y promoción de su credo.
Del mismo modo, las temporalidades de la Iglesia dedicadas a fines educativos. Con fundamento en el artículo 80 de la Constitución, el Ministerio de Educación Pública tiene la posibilidad de transferir dinero de su presupuesto a los centros educativos propiedad de la religión oficial que se cuentan por más de 20 en diferentes zonas del país.
Otro ejemplo, más reciente, es la donación de 162 millones de colones a una organización caritativa dirigida por clérigos católicos provenientes del presupuesto nacional, sin contar las donaciones en especie de las que son objeto por parte de programas gubernamentales que aportan materiales de construcción.
Todas estas trasferencias son financiadas con los impuestos que pagan los y las costarricenses, profesen la religión oficial o no y mientras unos propugnamos por la eliminación de todos estos privilegios, otros pujan por la ampliación de los mismos hacia los otros credos, queriendo llevar a Costa Rica hacia una “multiconfesionalidad”, lo cual conduciría a una profundización de las desigualdades derivadas de una institucionalidad que no responde a los requerimientos de la Costa Rica del siglo XXI.
Para quienes suscribimos, las actividades religiosas, sin excepción, deben ser financiadas en su totalidad por los adeptos de dichas organizaciones y no debe mediar colaboración económica por parte del Estado.
Sin embargo, no solo genera esas desventajas en el plano legal o del tratamiento privilegiado que da la ley a la religión oficial, sino que la inexistencia de un marco legal que opere como principio protector de la libertad de culto, también permite la intromisión, inconveniente e indeseable, de las opiniones religiosas en los debates públicos y de las manifestaciones políticas a través de los credos religiosos.
Así, por ejemplo, se toma como jurisprudencia los textos sagrados de los diferentes grupos religiosos, y se introduce la religión en el discurso político de los partidos que responden a esa visión arcaica de la sociedad, cuando la laicidad le garantizaría a cada culto la libertad de ser practicado y la garantía de que el Estado no podrá interferir en sus asuntos religiosos, como pasó hace unos días en nuestro país, cuando los diputados violaron la libertad de culto de todos los costarricenses al imponer un día de oración en Costa Rica por el motivo que fuera.
Esta intromisión de los diputados que votaron a favor esta moción es una violación a las libertades más fundamentales de todas las personas, pues cada ser humano nace dotado de una libertad y dignidad intrínseca que lo hace un ser individual y único para decidir sobre los asuntos que competen a su vida personal de la forma que más le satisfaga.
Privilegios inmorales para unos y portillos legales para prácticas antidemocráticas para otros, son motivos recurrentes para hacer un enérgico llamado al advenimiento de tiempos mejores, de mayor equidad social y una democracia plena, en suma: una Costa Rica laica.
Esta columna fue escrita en colaboración con Esteban Salazar Valverde, internacionalista.
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