Para sorpresa de muy pocos, el presidente salvadoreño Nayib Bukele recientemente ha sido el blanco de serios cuestionamientos por la prensa y la comunidad internacional. Como primerísima y urgente medida la Asamblea Legislativa, cuya mayoría es controlada por el partido oficialista Nuevas Ideas, destituyó al pleno de la magistratura titular y suplente de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general, luego de una propuesta aplaudida y avalada por la mayoría absoluta.

Organizaciones internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Unión Europea, han condenado la destitución e instado al gobierno salvadoreño a respetar las garantías constitucionales, al tiempo que la opinión pública ha externado su profunda preocupación y no ha vacilado en acusar al presidente Bukele de una nueva demostración del autoritarismo que ya se entrevía desde febrero de 2020, cuando “en nombre de Dios” y acuerpado por policías y militares irrumpió el Parlamento tras la negativa del entonces Legislativo a aprobar un empréstito proyectado para seguridad ciudadana.

Para la oposición tales eventos innegablemente constituyen golpes de Estado asestados por el propio Bukele con el fin concentrar tanto poder cuanto sea posible. Así, en un peligroso y censurable acto de autocracia, desde el Ejecutivo y mediante su floreciente brazo político del Legislativo ha usurpado las filas del Judicial. Sin embargo, aunque no se niega el carácter antidemocrático de la movida, tampoco sorprenden las novedosas formas de golpismo latinoamericano en la corriente era digital, donde la intimidación y la ostentación de fuerza no son el arma principal.

El neo golpismo supone el derrocamiento o la destitución desde lo interno del aparato estatal en contra de quienes ejercen posiciones de poder, no mediante la vieja usanza de la fuerza militar —como el asalto al Palacio de la Moneda en Chile, o  a la Casa Rosada en Argentina, solo para citar dos ejemplos— sino a través de una retórica política compleja, una extraña y cautivadora diatriba liberada principalmente en redes sociales que se cuece desde el populismo con el propósito de poner más acólitos al servicio incondicional de los golpistas. Sin disparar una sola bala, Bukele ha arrasado con la división de poderes y ha puesto en jaque la ya de por sí debilitada democracia salvadoreña.

Otro rasgo característico de esta sigilosa forma de golpe de Estado es que los golpistas se sirven en apariencia de mecanismos democráticos con un tergiversado sustento constitucional, o sea, dicen apelar a las vías legales establecidas, pero en realidad no hacen más que manipular a su antojo las normas esgrimidas. El itinerario de los golpes de Estado parece haber dado un giro, algunas veces a la izquierda, otras a la derecha, empleando como caballo de batalla los embustes de la posverdad, la desinformación (poderoso componente del urdimbre político) y el discurso hostil, desafiante contra toda forma de oposición política.

Difícilmente ello habría prosperado sin el fuerte respaldo popular, conquistado no por programas políticos serios o por el respeto del orden constitucional, sino gracias al oportunismo demagógico tras un agrietado historial político que disparó en las últimas décadas la corrupción, la pobreza, la exclusión y la muy marcada desigualdad. No obstante, quienes confían ciegamente en la popularidad de un líder político, con la falsa creencia de que la aceptación popular equivale a legitimación absoluta, ignoran lo apuntado por Arendt en su obra magna “Los Orígenes del Totalitarismo”, en el sentido de que los regímenes totalitarios no alcanzaron la cima del poder sin el respaldo aplastante de las masas. Los ejemplos de la primera mitad del siglo pasado en Europa son claros.

En esta su nueva entrega de autoritarismo Bukele, que ha sido el primer paso en la instalación de otra dictadura, se ha valido de dudosas movidas políticas en franca contradicción con la letra de la Constitución nacional, provocando así un cisma del orden constitucional que peligra degenerar en una concentración absoluta de poder, pues ha borrado las fronteras de los poderes y, en consecuencia, no solo pone en duda la imparcialidad de la nueva magistratura judicial, sino que desaparece el esquema de frenos y contrapesos (check and balances), imprescindible en el proceso de control político.

El neo golpismo, incitado desde sectores ultra conservadores con una insignia claramente pseudo religiosa, representa un fenómeno in crescendo que amenaza las democracias de nuestra región, incluso la nuestra.

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