Del profesor Fernando Savater recuerdo muchas cosas, de otros profesores he elegido olvidarlo todo. Los mediocres no suelen citar sus fuentes, de tal manera que suenan imponentes plagiando las ideas de otros para hacerlas propias y tomando desprevenidos a un alumnado que suele ser poco lector. Don Fernando se cuidaba mucho de indicar la diferencia de lo que opinaba un pensador y cuál era su criterio, nunca jactándose, siempre casual, a pesar de que existe consenso de que es un sabio y una muy buena persona.

Los caminos de la vida me han conducido por parajes variados, y basándome en mi experiencia y sin ninguna pretensión de que lo que diré se convierta en una máxima de conocimiento: he escuchado más yerros, reiteraciones, saltos lógicos y apropiaciones de conocimiento, a medida que la vista es más extensa porque se está a una mayor altura.

El efecto Dunning-Kruger

A veces lo más educado, que podía yo hacer era leer un libro en foros donde se suponía que debía poner atención, pero me agotaban los faraónicos y maratónicos discursos repletos de falacias y auto bombo semi oculto; pronto me di cuenta que algunas de esas personas tocadas por el dedo de un dios menor y misterioso, creían con sinceridad que dominaban el tema del que disertaban. Caí en cuenta que no era solo ego, había algo más en unos pocos, poquísimos ejemplares: posiblemente se trata del sesgo de autopercepción conocido como “el efecto Dunning-Kruger,” este síndrome cognitivo hace que algunas personas se ven más competentes, más inteligentes y más capaces que los demás. En sencillo:  este síndrome hace que los incompetentes sobrestimen sus habilidades. Cuanto más incompetentes son más, competentes se ven ellos.

El problema no es que estas personas se sientan muy importantes, sino en como tratan al resto, con desprecio, o simplemente los ignoran. La manera en la que se comportan suele mermar la autoestima y seguridad de los que les rodean. Son incapaces de reconocer la inteligencia, y el talento de otros. Normalmente no pueden reconocerla, tampoco lo intentan. El efecto Dunning-Kruger fue descrito a finales de los años noventa del siglo XX por los profesores de psicología social de la universidad de Cornell (Nueva York) David Dunning y Justin Kruger. Realizaron varios experimentos con alumnos de la facultad de psicología analizando sus competencias en gramática, razonamiento lógico y humor. Les pidieron que estimaran su grado de competencia en esos campos y después los sometieron a una serie de pruebas que evaluaban su capacidad real. Pudieron comprobar que cuanto mayor era la incompetencia de los alumnos, menos conscientes eran de ella. Por el contrario, los alumnos más competentes tendían a infravalorar su propia capacidad. Hoy me río, pero yo era el Dasein (ser arrojado a la existencia) de Heidegger a merced de los caprichos de los demiurgos que creían saberlo todo, o casi todo. Me asombraba con que facilidad confundían la bondad con la estupidez.

Se dice que no son pocas las personas con aires de grandeza que comparten una característica clave: su autoestima necesitó construirse un muro para protegerse y no ser frágil, pero la misma necesidad de tener semejante barrera ya lleva implícito el sello de la debilidad. Las características propias de una persona con complejo de superioridad están presentes en toda su vida social, desde el modo de vestir, pasando por la mirada y acabando en la forma de hablar. En cierto modo, dicho desprecio hacia los demás no deja de ser una proyección cognitiva de sus propios defectos, que son desplazados hacia los demás mediante mecanismos de defensa para hacer un poco más soportable su condición.

La inevitable frontera de la muerte y su trivialización

Savater, con esa sencillez que tienen los grandes maestros, decía que el ser humano es el único animal que sabe que va a morir. Nos enseñó que el Sócrates histórico existió, pero el gran Sócrates filosófico fue una creación de su discípulo Aristocles (conocido por su apodo Platón), y que precisamente en la Apología de Platón, Sócrates enseña que una relación virtuosa con la muerte significa, ante todo, reconocer nuestra ignorancia acerca de ella. La muerte es la línea de horizonte del pensamiento: no puede existir, hablando con propiedad, ninguna ontología de la muerte, ya que no es nada, y tampoco podría existir una fenomenología de la muerte, ya que nunca aparece. Vivir en la negación de la muerte significa hacerlo dentro de los confines de la ilusión, desinformados por la temporalidad extática de la existencia humana. Los muertos no consumen, por eso, el diseño actual mortuorio en occidente trivializa la muerte, desde los videojuegos hasta los funerales. Los velorios serios de antaño son ahora espacios de encuentro social ruidosos. La muerte se consume como entretenimiento si tiene ribetes fuera de lo común, pero se ha transformado en un producto de los medios entre pautas de comerciales.

En la antigua Roma, existía la costumbre de honrar a los generales victoriosos con un desfile por las calles de la ciudad, acompañados por un siervo que —cada cierto tiempo— le susurraba al oído la frase “memento mori” (“recuerda que morirás”), para recordarles sus limitaciones y evitar que la soberbia los echara a perder. Es una lástima que no todo el mundo tiene la suerte de poder rodearse de gente con la confianza necesaria para recordarles que no son infalibles; o que no son inmortales.

La vida empuja hacia adelante. Personas que hemos querido y valorado, después de fallecidos empiezan a desvanecerse en nuestra memoria y volvemos a sonreír.  Parto de un afecto sincero, no de la pleitesía chabacana que proveen los puestos temporales, los intereses creados, ni las relaciones de conveniencia. El camino de la humildad se acerca al antídoto contra el olvido y puede que sea la materia prima de la sabiduría.

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