La peor llamada es la que de forma absolutamente inesperada te hace saber que alguien a quien querés y admirás, falleció antes de tiempo. Me ha tomado días, semanas, procesar la más reciente. Como cualquier persona que ya descuenta 4 décadas y que ha sumado afectos, he venido poco a poco, cada vez más, acumulando lutos. Algunos “previstos”, pero la mayoría tan ingratos como prematuros. La presencia cercana y constante de la muerte imprevista y súbita debería ayudar a sobrellevar cada futuro golpe un poco mejor. Pero no hay forma: siempre se te mueve el mundo entero.

Se impone, como casi siempre, la calma, la serenidad. Y eventualmente la amarga resignación que muta a una hermana mucho más sana: la aceptación. Ahí vas acomodando las emociones y los sentimientos tratando de entender lo que no se puede entender porque no tiene explicación. Procesás. Madurás. Y pasás entonces al único camino viable mientras uno misma siga disponiendo de la bendición de la vida: dignificar el legado de quien supo marcarnos en su paso por la existencia.

Andrea Somma Genta fue antes que nada, una amiga. Y cuando se habla de amistad es bien sabido que pasada cierta etapa de la vida germinar nuevos vínculos de esa naturaleza no es precisamente fácil. Andrea llegó “tarde” a mi vida y dejó temprano la suya. Es decir: compartimos poco. Ciertamente no lo suficiente. Pero su impacto fue mayor. Se sabe, el tiempo es solo una variante más, pero la fórmula que da cuenta de lo que otra persona puede hacer por nosotros o con nosotros claramente va mucho más allá de lo que es métrica puede ilustrar por sí sola.

Uno.

Un día cualquiera Andrea Somma Genta me contactó. Soy excesivamente cauteloso con contactos que vienen de una persona a la que no conozco. Receloso inclusive. Encima, esta persona hablaba con un nivel de confianza que de entrada me resultó incómodo. Se me activaron los prejuicios de los que no escapo: ¿Qué será lo que que quiere esta señora que organiza un evento de moda en el cual yo poco puedo aportar?

Nueve de diez veces (lo acepto con toda honestidad) ese tipo de llamada no evoluciona a un contacto personal. Gestiono mi tiempo, mi energía, mi atención y mi afecto con un régimen casi militar. Siempre que puedo, ayudo. Pero ¿salir de mi casa para ir a comer con un desconocido? Eso, de entrada, es más que improbable. De ello dan fe hasta mis más cercanas amistades.

Sin embargo, algo en su tono movió algo en mi oído y (me gustaría pensar) en mi intuición. Clara, concisa, directa, honesta, inmensamente (reitero) segura de sí misma. Y cálida. No parecía haber una agenda particular en el encuentro que proponía. No había esa sensación de “qué será lo que quiera esta persona y por qué no me lo dice de una vez”. Así que busqué alguna camisa decente, me peiné y dejé, por una noche, mi cueva.

Dos.

Aquella cena fue en muchos sentidos determinante. No solo conocí a personas excepcionales cuya influencia en mi vida podría terminar por impulsar cambios antes jamás imaginados sino que además reconecté con una a quien le debo más de lo que jamás he podido reconocerle: Karina Salguero-Moya. En un ya lejano 2008 me dio una oportunidad laboral que me permitió empezar mi carrera formalmente en la profesión y, todo este tiempo después, darle forma a este proyecto.

Con una llamada Andrea me dio una amiga (ella) y me devolvió otra.

Sobra decir, esa noche entendí que el evento de Somma Genta trascendía “la moda”. El Omina Sumit, como Andrea, estaba adelantado a su tiempo. Las ideas del mañana, hoy. Y eso estaba sucediendo aquí, en Costa Rica. Su visión no podría ser más oportuna a partir de las discusiones que actualmente está entablando el país: “La sostenibilidad es ternura, es consideración, es integridad, es resiliencia, es apoyo, es empoderamiento, es educación y es acción. La sostenibilidad va más allá del ambiente. El respeto por los derechos humanos y la inclusión de las minorías son dos de sus preocupaciones centrales. Si no es inclusivo, no es sostenible”.

Tres.

Delfino.CR no tiene junta directiva. La responsabilidad de lo que decimos y hacemos recae en mí. La visión editorial también. Por ese motivo quisimos incorporar una mirada externa a nivel de asesoría, que nos ayudara a ampliar el panorama e incorporar ideas externas, con otro bagaje, otra experiencia, otra sensibilidad. Andrea aceptó sumarse. La propia Karina —que en aquel momento podía— también. Carolina Urcuyo completó una terna de lujo.

De las reuniones que celebramos rescato una fotografía —que Caro tomó espontáneamente— que da cuenta de que a pesar de que nos tocaba una y otra vez ver números poco alentadores, siempre encontrábamos cómo reírnos. Del oficio. De la vida. De seguir intentándolo por todos los frentes. No logramos (todavía) resolver la fórmula, pero lo seguimos intentando. Y cada una de ellas, desde sus diferentes frentes, también.

Sin embargo, mi recuerdo más notable de Andrea como parte de esa junta directiva asesora no viene de esos encuentros colectivos, sino de uno personal, previo: cuando fui a “entrevistarla” para el puesto y terminó ella entrevistándome a mí.

En su oficina, frente a ella, me sentí pequeño. Seguramente ella sabía que su energía podía causar ese efecto. Pero también supo identificar que yo, todavía a esas alturas, me seguía viendo pequeño “en automático”. Así que con un tono claramente alejado de la condescendencia, me removió el piso cuando le contesté cuál era mi expectativa con este proyecto.

Con toda honestidad le dije que solo aspiraba a que fuera sostenible para poder sacarlo adelante y seguirle aportando al país. Y ella, con valentía y tenacidad, me hizo ver cómo desde ya yo mismo lo estaba limitando. Y no solo al proyecto: a mí también. En cuestión de minutos sacudió una construcción mental de una vida entera: “me pregunto si soy capaz...” “ojalá salga bien...” “lo que me preocupa es que...”.

¿Con cuánta gente hablamos a lo largo de la vida? ¿Cuánta es capaz de sacudirnos nuestro cableado cerebral al punto de motivarnos en menos de una hora a replantearnos lo que damos por sentado sobre nosotros mismos? Decir que Andrea tenía la capacidad de inspirar es quedarse corto. Lo suyo iba más allá. Su tono no era el de la voz suave y amorosa que te dice “sí se puede” sino el de la directa y honesta que te dice: “¿Qué está esperando para hacerlo?”.

Cuatro.

En nuestra última conversación, meses atrás, Andrea me dijo que yo era una buena persona. Y me dijo que me quería. Contarlo acá puede parecer narciso e imprudente, pero quisiera replantear esa (comprensible) interpretación para ilustrar un punto.

Ella no sabía que estaba enferma. Yo no sabía que ella se iba a enfermar. Ninguno sabía que aquella sería nuestra última charla. Pero sí atravesábamos un momento complejo y ambos fuimos capaces de darnos “ternura, consideración, integridad, resiliencia, apoyo, empoderamiento...”.

Conectamos.

Parece menor, decirle algo bueno a alguien, pero todos necesitamos escucharlo de cuando en cuando. Eso también nos hace humanos. Eso también nos hace sostenibles. Como personas. Como especie. Andrea me recordó, me recuerda hoy, la importancia de aprovechar cada oportunidad de hacerlo, para hacerlo. No guardarlo. No dejarlo pendiente.

Le dije, en ese intercambio, que agradecía sus palabras pero que el mérito era de mi madre. Y que quería que se conocieran en una futura actividad en la embajada de Uruguay. Andrea no pudo ir. Mi madre tampoco. Y ya no será. Pero a través de mí, quizá un poco fue. Un poco seguirá siendo. Porque ya no solo llevo siempre presente a mi madre, también a Andrea. Porque hay gente así: que incluso cuando se va, se queda.