A estas alturas a nadie le quedan dudas de que hay muchos tipos de familias.
Eso sí, durante este tiempo, hasta las más tradicionales tuvieron que dejar de lado sus tradiciones: las casas son refugio pero están todas patas arriba.
Lo normal —a estas alturas— es la anormalidad.
Entrar a afuera: Nicolás y Matías, niños
“No sé si fue la primera palabra o la segunda pero, le juro que antes que mamá o papá, este chiquito dijo bus. No es de extrañar, viera lo pata caliente que es, pobre”... Pobre, dice la mamá de Nicolás y no es que su hijo le dé lástima sino que no encuentra cómo explicarle a él —que a fin de octubre cumple dos años— “todo esto de la pandemia”.
Algo debe entender Nico que llora contra la puerta de la calle cada vez que su papá sale para el trabajo y contra la del cuarto cuando quiere que su mamá lo alce o le juegue pero ella está tele-trabajando.
Matías, que tiene ocho, trata de entretenerlo (y así aprovecha para desconectar de la tarea). Él entiende a su hermano por eso, no se cansa de repetirle que “no se puede entrar afuera porque en la calle está viviendo el coronavirus”.
Pero no hay caso: Nico se emberrincha un día sí y el otro también. La muchacha que les ‘pega un ojo’, hace lo que puede... casi que pasó de dedicarse a hacer oficio a oficiar de maestra de kínder.
Siempre le ponía videos en el celular y cantábamos, pero luego, dábamos un paseito aunque fuera mientras esperábamos la buseta que traía al mayor y, cuando dormía la siesta, yo alcanzaba bastante a hacerlo todo. Ahora, ¡qué va! Me la paso con él encima y encima con el otro.
Durante un tiempo ella estuvo sin ir a trabajar, cruzando los dedos para que no la despidieran; durante un tiempo —sobretodo cuando le redujeron la jornada y el salario— la mamá de los chicos pensó en renunciar... Después decidieron no que no era el momento de tomar decisiones sino precauciones.
Mi marido tiene que salir sí o sí. El comercio o se cierra o es presencial... cuando viene es de una vez para la ducha y, ni así, ya aseado y cambiado se les acerca. A mí, sí porque ni modo mandarlo a dormir al sofá... ¡se imagina!
Cuentan —ambos— sin embargo, que en algún momento lo consideraron: “decíamos que si fuera a pasar algo que sea solo a uno... porque no nos hacíamos a la idea de que pudiéramos faltarles los dos. Cierto que somos jóvenes y sanos, pero esta enfermedad es traicionera. Igual, vivir así, con tanta angustia no es justo y fuimos no perdiendo el miedo sino... viviendo”.
Eso sí, si Nico o Matías tienen pesadillas ya no tienen permiso de pasarse a la cama grande.
La rutina, que se interrumpió en marzo, volvió a encontrar su cauce en la cotidianidad: Nico, que —aunque no lo sabía— estaba a nada de ser destetado, “ganó” unos meses de feria; Matías aprendió a leer en casa: “casi que puedo sin ayuda... bueno, con poquita”.
Los ingresos de la familia mermaron y las deudas crecieron pero el mayor problema siguen siendo las puertas... y las lágrimas de Nicolás que ya habla mucho más pero no ha vuelto a decir bus.
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